Ese domingo a las seis de la mañana me desperté y me fui poniendo en movimiento. Sabía por qué estaba ahí y lo que tenía que hacer. Tomé un café dentro de la carpa, comí lo que había llevado para desayunar y salí a ver el amanecer casi sin nubes, sin una gota viento. Sería un día especial, unas condiciones inmejorables para la aventura propuesta.
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Estaba a orillas del Río Santa Cruz, en medio de la estepa patagónica y, junto a otros 17 nadadores, a punto de emprender una travesía a nado de 100 kilómetros. No tenía miedo, aunque sí un montón de dudas. Me preguntaba si sería capaz de hacerlo, si el entrenamiento y la preparación habrían sido adecuados, si mi cuerpo y mi cabeza iban a tolerar el agua fría durante las diez horas que tenía por delante.
Nado desde que soy chica. U