A partir de los años 80 el régimen segregacionista sudafricano sufrió sanciones y exclusiones que lo asfixiaron y lo condujeron al fin del sistema en 1994, con el objetivo conseguido de que la nación fuera libre
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Mbuyisa Makhubo corría y corría pidiendo ayuda mientras llevaba en sus brazos a Hector Pieterson, de 12 años. El 16 de junio de 1976, en Soweto, Sudáfrica, miles de estudiantes se levantaron y salieron a manifestarse contra otra imposición del régimen del apartheid del Gobierno sudafricano: esa vez por querer implantar la lengua afrikaans en la educación. Pieterson fue uno entre más de 500 niños asesinados, pero su cuerpo sin vida fue fotografiado por un periodista –uno que vio condenada toda su carrera en el momento en que hizo esa foto– y la imagen instaló el conflicto en la conciencia global. A partir de ese momento, la presión internacional sobre el Gobierno de Sudáfrica no paró de crecer —en forma de sanciones económicas, boicots a eventos deportivos, acontecimientos culturales...— y llevó al fin del sistema en 1994.
El régimen del apartheid comenzó en 1948, tras las elecciones que ganó el Partido Nacional (PN), controlado por los afrikáners, y en la que solo votaron los blancos –estos representaban en torno al 20% de la población—. Votaron la separación (apartheid en afrikaans) o más bien su institucionalización, ya que la segregación racial existía antes, desde que llegaron los colonos neerlandeses a las costas de Ciudad del Cabo sobre 1650.
Para 1987 las sanciones se habían convertido en una virtual prohibición de todo comercio con Sudáfrica
El contexto internacional estaba marcado por el final de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la Guerra Fría. En plena época de la descolonización, el apartheid chocó con la agenda global y fue quedando cada vez más aislado. Pero el primer cuestionamiento surgió desde dentro: desde el principio los africanos violaron las leyes de segregación. Según el historiador Frederick Cooper, “las semillas para un desmontaje del apartheid estaban presentes desde la década de 1950”.
La matanza de Shaperville (69 muertos en 1960) no hizo retroceder al Gobierno sudafricano, sino todo lo contrario. Se ilegalizó el CNA (Congreso Nacional Africano) y encarcelaron a Nelson Mandela –esto hizo que el partido pasara a la lucha armada. En 1973, la Asamblea General de la ONU aprobó una convención condenando el crimen del apartheid y, tras el levantamiento de Soweto (1976) y la muerte de Steve Biko (1977), el Consejo de Seguridad impuso un embargo obligatorio de armas contra Sudáfrica (Resolución 418, 1977).
A partir de 1980, el movimiento antiapartheid empezó a tomar la forma de sanciones económicas impuestas desde el extranjero al Gobierno sudafricano. En 1982 la empresa General Electric suspendió una inversión de 138 millones de dólares en una inversión conjunta con una empresa minera sudafricana por la presión sufrida en su sede principal de Connecticut. Las primeras sanciones comerciales llegaron desde la Comunidad Económica Europea y la Commonwealth en 1985. “Y para 1987 las sanciones se habían convertido en una virtual prohibición de todo comercio con Sudáfrica”, como cuenta Enrique Ojea en ‘Sudáfrica y el camino a la libertad. Del apartheid a la democracia’ (Catarata, 2021).
Un paquete de sanciones económicas muy relevante se activó en 1986, cuando el Congreso de Estados Unidos logró evitar el veto del presidente Reagan –que no quería castigar a Sudáfrica– y aprobó con dos tercios de los votos la “Comprehensive Anti-Apartheid Act”.
Esta ley estableció cinco condiciones que el gobierno de Sudáfrica debía cumplir para que las sanciones fuesen levantadas, pero esto no se dio hasta 1991, cuando comenzó la transición democrática y tras la llegada de De Klerk. Estas eran la liberación de presos políticos (incluido Nelson Mandela), la legalización de organizaciones proscritas como el CNA, la derogación de leyes clave del apartheid, el levantamiento del estado de emergencia y el inicio de negociaciones para una democracia no racial.
La ley vetó nuevas inversiones y préstamos al Gobierno de Pretoria, cortó vuelos (tanto de compañías sudafricanas a EEUU como de compañías estadounidenses a Sudáfrica), anuló el tratado fiscal, bloqueó cuentas oficiales y prohibió importaciones claves a EEUU (monedas de oro Krugerrand, hierro y acero, carbón, uranio, textiles, alimentos y azúcar), además de restringir exportaciones hacia Sudáfrica sensibles (computación, defensa, energía nuclear y petróleo).
A estas medidas se añadieron boicots al consumo (como a las naranjas Outspan, a Shell), así como una campaña de desinversión de compañías privadas (universidades, iglesias, etcétera). Este castigo económico hizo mucho daño al régimen.
El deporte actuó como altavoz del aislamiento. En 1977 la Commonwealth firmó el Acuerdo de Gleneagles para desalentar todo contacto deportivo con Sudáfrica. Un año antes, 22 países africanos habían boicoteado los Juegos Olímpicos de Montreal después de que el COI se negara a sancionar a Nueva Zelanda por la gira de los All Blacks en Sudáfrica. El COI había expulsado ya a su comité olímpico y Sudáfrica no volvió a competir hasta Barcelona 1992.
En rugby, Sudáfrica fue excluida de las dos primeras Copas Mundiales, en 1987 y 1991. En atletismo, fue apartada por la IAAF. En el fútbol, Sudáfrica fue suspendida por la FIFA al principio de la década de los sesenta por la decisión de hacer un equipo de blancos para el mundial del 62 y de negros para el 70. Luego fue expulsada del organismo tras los disturbios de Soweto y finalmente readmitida en 1992. En la Copa África también se vio afectada: fue excluida desde el inicio en 1957 —de nuevo por no querer formar un equipo multirracial—, a pesar de ser una de los cuatro naciones fundadoras.
Hoy las competiciones deportivas han vuelto a jugar un papel para visibilizar reivindicaciones políticas. Se vio la semana pasada con la Vuelta ciclista a España, en la que numerosas protestas propalestinas –que dejaron 23 policías heridos– forzaron a cancelar la etapa final en Madrid. El objetivo era un boicot al equipo Israel-Premier Tech. Además, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, dio un pasó más y pidió la exclusión de Israel de las competiciones deportivas internacionales “mientras dure la barbarie”.
En el terreno cultural, miles de profesionales del cine han firmado un compromiso de no trabajar con instituciones cinematográficas israelíes. Lo hicieron afirmando que la inspiración venía del boicot cultural que contribuyó al apartheid en Sudáfrica. Asimismo, RTVE anunció ayer que España no participará en Eurovisión 2026 si Israel compite y, en ese caso, RTVE tampoco emitirá el certamen. Todo esto en una jornada en la que la comisión de investigación independiente nombrada por la ONU concluyó que Israel está cometiendo un genocidio en Gaza.
La semana pasada, las autoridades de Sudáfrica anunciaron la reapertura de la investigación por la muerte de Steve Biko, torturada a manos de las fuerzas de seguridad. Cincuenta años después, la lucha contra el apartheid sudafricano sigue viva.
Las relaciones de Israel con el régimen del apartheid
En abril de 1976, dos meses antes de las muertes en Soweto, el entonces presidente sudafricano, John Vorster, hizo una visita de Estado a Jerusalén. El encuentro tenía la intención de generar entre las partes un comercio bilateral que pasaban por el uso de materias primas sudafricanas y mano de obra israelí cualificada en proyectos conjuntos, así como la intensificación de las relaciones en el ámbito científico. Esto trasladó una idea a una parte del panorama internacional: que era difícil separar el movimiento sionista del racismo del apartheid.
Tras la reunión se habló de extender la relación en cuanto al suministro de armas, aunque ambos países lo negaron. Más tarde, unos documentos sudafricanos desclasificados, publicados por The Guardian en 2010, revelaron que en 1975 se discutió una oferta israelí de ojivas nucleares para misiles Jericho, aunque el primer ministro israelí Shimon Peres lo negó tajantemente.