Es un día de esos. El mundo parece habernos dado la espalda, nada sale como estaba previsto y nuestros deseos son puntualmente contrariados por la realidad. Nos enojamos, gritamos -con audio o en silencio-, maldecimos para afuera o hacia adentro, mascullamos bronca o la hacemos explícita, nos quejamos de nuestra mala suerte.
Ofuscados y con la mente obturada por las circunstancias perdemos nociones y perspectiva y tenemos la sensación de que no hay nadie más desdichado -no importa cuán banal sea el motivo de nuestra desdicha-, que no hay sufrimiento que se le compare –independientemente del motivo por el que suframos- y parecemos otorgar la condición de irreversible a cuestiones menores o mayores, dependerá, pero casi seguro carentes del carácter de irreversibilidad que le adjudicamos: en