Fueron muchos los españoles que, atraídos por la fiebre del oro, se trasladaron a California a mediados del siglo XIX para tratar de hacer fortuna. También un buen número de chilenos e irlandeses y hombres llegados desde cualquier punto del planeta iniciaban su particular odisea en busca de ese metal tan preciado, alcanzando esas tierras inhóspitas, en las que la sociedad era una amalgama de culturas y la violencia, disfrazada en ocasiones de justicia, se vivía en su expresión máxima. Cortar la lengua al que hablaba demasiado, hacer lo propio con la mano al que escribía algo inapropiado, violar a las mujeres por no controlar las pulsiones más bajas, usar la horca de manera indiscriminada o matar de un disparo sin previo aviso era mucho más común de lo que se piensa.

Y es en este contexto

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