El miedo es quizá la primera ficción que aprendemos a interpretar. Una fantasía que, sin embargo, se siente real en el cuerpo y condiciona toda una vida. Desde pequeños, nuestros padres —muchas veces sin darse cuenta— siembran esa semilla. Lo hacen con la intención de protegernos: «No subas ahí que te caerás», «Si no estudias, fracasarás», «Si no obedeces, te irá mal». El problema es que los niños absorben no solo la advertencia, sino la emoción que la acompaña. Y esa emoción, el miedo, se instala como un guion invisible.

Lo paradójico es que el miedo rara vez protege; más bien paraliza, encierra y se transmite de generación en generación. Padres temerosos educan hijos temerosos, que luego repiten la cadena con sus propios hijos. La única manera de cortar esa herencia es cultivar la paz i

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