Lo ves ahí, sonriente, simpatiquísimo, sentado en una silla, el brazo apoyado en el respaldo, mirando a la ventana desde la sala de un hotel del centro de Madrid, con cierto halo de nostalgia, «perdón, que me había distraído con los picos nevados de aquella montaña» –bromea con nuestro fotógrafo, Alberto, que le reclama la atención en una sesión exprés de fotografía–, sometido a una maratón de entrevistas, con un tomo de libros a sus espaldas… y bien podía parecer una estrella de la literatura.

Pero, de pronto, se agarra los míticos tirantes que le sujetan el pantalón con los pulgares de cada mano, y no. Resulta que es Pedro J. Ramírez (Logroño, 1952). Cuarenta y cinco años después. El mismo que conocimos dando vueltas y vueltas entre las mesas de una redacción, cabizbajo, a pasito lent

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