Capítulo uno
Robert Langdon se despertó plácidamente, disfrutando de unos suaves acordes de música clásica. Era la alarma de su móvil, que descansaba sobre la mesilla de noche. Puede que La mañana , de Grieg, fuera una elección muy obvia, pero él siempre había considerado que eran los cuatro minutos de música perfectos para comenzar el día. Mientras sonaban los instrumentos de viento-madera, Langdon saboreó la incerteza de no ser capaz de discernir exactamente dónde estaba.
«Ah, sí —recordó de golpe sonriendo para sí—. La Ciudad de las Cien Torres.»
En la penumbra, Langdon observó el enorme ventanal arqueado de la habitación, flanqueado por una antigua cómoda eduardiana y una lámpara de alabastro. Sobre la mullida alfombra aún estaban los pétalos de rosa que el servicio nocturno de ha