El olor a mosto seco sobre piedra caliente me golpeó como una sinfonía en fa menor. Era finales de agosto, y el sol tardío del Bierzo caía sobre el tejado antiguo de una casona en ruinas, mientras un cuarteto improvisado afinaba frente a la iglesia de Santa Colomba. Allí estaba yo, sorbiendo una copa de excelente godello contemplando cómo un puñado de personas, músicas y acentos daban sentido a un pueblo que, en teoría, ya no existía. En Villar de los Barrios, uno no pasea: deambula por una decadencia gloriosa, con la sospecha constante de que algo ha sido amputado del tiempo. Las casonas solariegas parecen escenarios detenidos de un teatro barroco, cubiertas algunas de zarzas y de historias que no caben en ninguna guía turística. Hay escudos heráldicos que miran al vacío, palomares que cr

See Full Page