
En los últimos días, hemos asistido a un episodio que, más allá de lo esperpéntico, artificioso y oportunista, pone de manifiesto la degradación del concepto de servicio público . Una concejal de Podemos en Palma ha decidido abandonar sus funciones representativas para embarcarse en una flotilla rumbo a Oriente Medio, en una suerte de aventura activista que ella y su entorno presentan como gesto solidario, pero que la ciudadanía debería ver con la preocupación que merece: una desatención manifiesta de las obligaciones derivadas de su cargo público.
Resulta inquietante comprobar cómo, en plena crisis de vivienda, con una ciudad que exige soluciones a problemas de movilidad, seguridad y gestión de recursos, una representante electa se permite el lujo de tomarse unas vacaciones militantes enarbolando banderas ideológicas que nada tienen que ver con las necesidades de Palma . Porque conviene recordarlo: una concejal no cobra para navegar, sino para asistir a los plenos, trabajar en comisiones y dar respuesta a los ciudadanos que depositaron en ella su confianza.
El problema trasciende lo meramente anecdótico. Lo de la flotilla no es un gesto inocente: es la conversión de la política municipal en un espectáculo activista financiado, indirectamente, con recursos públicos. El sueldo de un concejal no es una dádiva ni un premio por militar en un partido, sea el que sea: es una remuneración ligada a la prestación de un servicio público. Cuando ese servicio no se presta, cabe preguntarse si nos encontramos ante un fraude político, ético e incluso jurídico.
En este punto, la cuestión adquiere contornos jurídicos nada irrelevantes. El Código Penal, en su artículo 432, tipifica la malversación de caudales públicos , entendida como la administración desleal o desviada de los mismos. Si el sueldo de un cargo electo se destina a financiar ausencias injustificadas y aventuras políticas privadas, ¿no podríamos estar ante un supuesto de malversación?
La doctrina penal ha discutido en numerosas ocasiones la idea de que el caudal público no sólo se malversa por apropiación, sino también por abandono de las funciones ligadas al salario público. No se trata de un exceso interpretativo: el Tribunal Supremo ha señalado que la malversación se configura cuando el destino de los recursos se desvía de su finalidad pública legítima . Y no asistir a los plenos, salvo causa justificada, supone un desvío claro.
Más allá de lo jurídico, el hecho refleja una profunda irresponsabilidad política. Mientras la ciudad afronta desafíos diarios, la concejala se ausenta para buscar notoriedad en titulares internacionales, dejando de lado a los vecinos de Palma. La política se vacía de contenido institucional y se llena de gestos de cara a la galería.
Este tipo de actitudes alimentan la desafección ciudadana y el descrédito de las instituciones. No es extraño que muchos ciudadanos perciban que los concejales cobran sin trabajar. Actuaciones como ésta no sólo refuerzan ese estigma, sino que lo consolidan. Y lo más grave: envían el mensaje de que la legalidad y el compromiso institucional son accesorios frente a la militancia ideológica .
Resulta imprescindible que la ciudadanía, los medios y los propios órganos de control del Ayuntamiento de Palma tomen nota de este episodio. No se trata de impedir que una concejala defienda las causas que considere oportunas en su tiempo libre; se trata de exigirle que cumpla con aquello para lo que ha sido elegida y por lo que cobra.
El sueldo de un cargo público no es un cheque en blanco, es una responsabilidad frente a los ciudadanos. Si un representante político decide anteponer la épica activista a su deber institucional, es su elección, pero no debería ser a costa del erario .
En tiempos en los que la política municipal necesita más rigor, más trabajo de despacho y menos postureo ideológico, episodios como el de la flotilla son un recordatorio de que la seriedad y el respeto a la legalidad no son opcionales. Son el mínimo exigible.
- Eduardo Luna es abogado penalista.