En el segundo tomo de sus memorias, Pedro J. Ramírez insiste en la desinformación sobre el 11M aunque a estas alturas no engaña a nadie, su íntima relación con Zapatero y su despido de El Mundo por las presiones del PP y del Ibex
11M: el peor atentado de la historia de España y la mayor operación de desinformación
Suele ocurrir que a las personas que disfrutan de un poder absoluto lo que les delata no son las historias de mayor calado, sino las pequeñas anécdotas o alguna frase inocente. Pedro J. Ramírez cuenta en su libro 'Por decir la verdad' –el segundo tomo de sus memorias– que en 2012 tuvo que pasar por el quirófano para que le implantaran una prótesis en la cadera. Como buen adicto al trabajo, consiguió que le dejaran tener el teléfono y una tableta en la habitación y hasta en la UCI, donde pasó una noche. “Ni un solo día dejé de decidir la portada o de leer los editoriales”, explica muy ufano.
El ansia de controlar todo hasta el último detalle, incluso en los momentos en que lo más sensato es delegar la responsabilidad en otros, es lo que caracteriza a los líderes de los regímenes autocráticos. Son imprescindibles y no pueden estar ni un solo día sin vigilar cada pieza de la maquinaria. A saber lo que haría esa pobre gente que responde ante él. Una redacción no es un lugar muy diferente y muchos directores se comportan como dictadores benévolos. No odian a sus periodistas, pero sí sienten algo de compasión por ellos. No llegarán tan lejos como él ni pueden abarcar tanto como él (sí, lo normal es que sea un 'él', no una 'ella').
Pedro J., por notoriedad hay que saltarse con él la norma de referirse a alguien por su apellido, llegó hace tiempo a la conclusión de que podía ser al mismo tiempo director, columnista de pluma agresiva, historiador aficionado, consejero aúlico de presidentes y tertuliano omnipresente. Su imperio no conocía el sol y, como todos los emperadores, podía salir desnudo del despacho y que todos admiraran el corte de su traje.
Una de las consecuencias de esa actitud es que raramente se admiten errores sobre asuntos esenciales. Aún menos en un libro en el que cuentas tu historia. Tratándose de un volumen que arranca en 2004 con el atentado del 11M, era difícil esperar otra cosa. Con una excepción, la que tiene que ver con el hallazgo en la furgoneta Kangoo, que los terroristas abandonaron en Alcalá de Henares, de una tarjeta del Grupo Mondragón. Estaba en el salpicadero, “perfectamente visible”, contó El Mundo. “Hasta cuarenta personas” habían escuchado esa información transmitida por una emisora policial.
Al día siguiente, la Policía informó de que la tarjeta era de una empresa madrileña llamada Gráficas Bilbaínas, que su dueño la usaba para dejar el número de teléfono cuando aparcaba en doble fila, y que también había una cinta casete identificada con las palabras “Orquesta Mondragón”.
“Fue nuestra peor hora”, escribe el director de El Español. Cita la explicación que le dio después el autor del artículo: “Lo único que se me ocurre es que me tendieran una trampa para ponerme en ridículo”. Ahora escribe que esa explicación no era un consuelo, “pero flotaba en el ambiente”. La conspiración contra El Mundo dentro de la conspiración para ocultar a los verdaderos autores de la matanza que a su vez fue posible por otra conspiración.
No era eso lo que contaba Pedro J. en los días posteriores al gatillazo. Llamó “patulea de vagos y mentecatos” a los que pensaban que su redactor había confundido “una tarjeta de visita con la carátula de una casete y un grupo empresarial con un conjunto de rock”.
Pedro J. dedica páginas, muchas páginas, a recopilar sus dudas sobre el tipo de explosivo que estalló en los trenes. Da por bueno que algunos peritos hallaron un componente que no se encuentra en la Goma 2 ECO que los terroristas obtuvieron de una mina asturiana. Regresa la hipótesis del Titadyn, explosivo muy utilizado por ETA, a la que se agarró el Gobierno de Aznar en el primer día para negar lo que la policía y los servicios de inteligencia consideraban la única pista real, la de un atentado yihadista.
La sentencia de la Audiencia Nacional relata que en el informe de 3.000 páginas de los peritos, cinco de sus ocho autores establecen que la presencia ínfima de dinitrotolueno o nitroglicerina, ambos componentes del Titadyn, pudo deberse a una contaminación posterior al estar en el depósito judicial junto a otras sustancias explosivas.
De este y otros asuntos de la investigación policial y judicial, un medio de comunicación podría cuestionar la calidad de esos trabajos. Lo que hizo Pedro J., y hoy sigue defendiendo, es afirmar que pruebas aceptadas por la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo eran falsas o producto de la manipulación policial o que algunos de los que fueron juzgados, en especial Jamal Zougam, eran inocentes. Colocó las versiones de Zougam, condenado a 42.917 años de prisión por 191 asesinatos, por encima de policías, jueces y fiscales. Para ello, tuvo que desacreditar las pistas que condujeron a los autores, a pesar de que no contaba con pruebas que apuntaran a otros.
“Nunca tuvimos una versión alternativa de lo ocurrido. Nunca establecimos que la autoría correspondiera a ETA o a tal o cual servicio extranjero”, escribe en el libro. “Nunca dimos por hecho que esos lazos (los contactos entre presos etarras y yihadistas en las cárceles) hubieran desembocado en algún tipo de colaboración etarra en la masacre”.
En 2007 escribió que, gracias a las revelaciones de El Mundo, “se entenderá que cada día vaya cobrando más cuerpo entre los expertos la tesis de que ETA habría aportado asistencia logística a los autores de la masacre”. Lo calificó de “hipotética joint venture”. En las tertulias de la COPE, Federico Jiménez Losantos y él eran mucho más explícitos sin las formalidades del lenguaje escrito. Losantos decía que era imposible que esos “moritos”, como llamaba a los responsables de la matanza, hubiesen hecho algo así.
Las insinuaciones sustituían a las pruebas. Los confidentes policiales de antecedentes oscuros merecían más crédito que la policía. El suministrador de los explosivos, José Emilio Suárez Trashorras, aparecía en lo más alto de la portada en una entrevista con el titular: “Soy una víctima de un golpe de Estado encubierto tras un grupo de musulmanes”. Todo estaba controlado por “los Cuerpos de Seguridad”, decía.
Con esta cobertura que incluía sospechas infundadas sobre Rubalcaba, uno puede imaginar que el nuevo presidente del Gobierno desde 2004 intentara estar lo más lejos posible de Pedro J. Nada más lejos de la realidad. Ambos comenzaron una intensa relación en la que José Luis Rodríguez Zapatero concedía largas entrevistas al director de El Mundo, además de otros muchos contactos que no trascendían. El que había sido amigo personal y compañero de pádel de José María Aznar pasó a ser el confidente en secreto de Zapatero. El libro incluye esas reuniones con la transcripción de las notas que elaboraba otra persona.
En esa comunicación constante, quien salía más beneficiado era el periodista. Nadie hubiera desechado contar con una fuente política tan importante. En alguna ocasión, hasta se inventó un personaje imaginario con el que mantener un diálogo que le permitía sacar a la luz algunos de los comentarios de Zapatero sin identificarlo.
En el libro no termina de quedar claro por qué el líder socialista se prestaba a tantos encuentros, más allá de los elogios que le dedica Pedro J. por ese carácter abierto. El periodista reconoce que lo del talante de Zapatero no era un disfraz. No permitía que las críticas recibidas impidiera la relación entre ambos. Aznar era muy diferente en eso. Si te ponía la cruz, ibas directo al infierno.
Por entonces, esa relación era conocida y provocaba sentimientos de incredulidad entre dirigentes socialistas. De ahí que circulara la frase de Zapatero, según la cual “a Pedro J. hay que matarlo a besos”. En realidad, quien se ponía las botas en ese banquete informativo era Pedro J. Quizá el presidente creía que le convenía tener unos asaltos con un 'sparring' de nivel. O quizá estaba seguro de que él era su mejor jefe de prensa –obviamente, no hablaba sólo con Pedro J.–, lo que siempre es un error.