La realidad es que, con Palestina, la derecha va perdiendo. Ha quedado en una posición incómoda, minoritaria en comparación con el sentir general de la sociedad española

Vaya por delante una confesión: sigo en redes a muchas cuentas de lo que podríamos calificar como «derecha tuitera», e incluso trato de leer sus medios de comunicación, inclusive los más ultras. Lo hago en buena parte por interés etnológico, por simple voluntad de querer saber lo que los otros están pensando o diciendo. Pero también porque hay algo enriquecedor y casi sano en el ejercicio de preguntarse por los afectos que mueven a las personas con las que no estás de acuerdo en prácticamente nada, o por los que mueven a aquellos con quienes estás de acuerdo en muy poquitas cosas: cuáles son sus filias, sus fobias, qué provoca que rabien, cuáles son los eventos que hacen que se sulfuren.

Es también una buena vara de medir: si lees a personas tanto “de izquierdas” como “de derechas”, y no solamente a sus plumillas o columnistas, sino a gente, secciones de comentarios —¡hola!—, personas anónimas, individuos que tuitean en libertad como vuelan las aves al viento, acabas dándote cuenta de qué bando pasa por un período depresivo y cuál está en su fase maníaca. La ciclotimia metafórica llega a todos. Percibes los lapsus, los temores, la acumulación de melancolías o duelos; por no ser eufemística, puedes ver a la perfección cuándo “los tuyos” están en la mierda y cómo esto coincide con cierta exaltación por quienes se sitúan en otras coordenadas ideológicas. “Izquierda”, “derecha” y “tuyos” entre comillas, porque nunca son tan fáciles las divisiones binarias; en redes, eso sí, lo parecen cada vez más.

Llevo semanas, más o menos desde La Vuelta ciclista, contemplando las sensaciones y comentarios de los tuiteros de derechas a los que sigo. Algunos de ellos tienen muchísimo que decir, al parecer, sobre las manifestaciones de la ciudadanía o el uso político que el Gobierno estuviera haciendo de la cuestión palestina, mucho más de lo que tienen que decir, evidentemente, sobre el genocidio en Gaza.

Cada vez que pasa algo en cualquier rincón del planeta que expresa una solidaridad creciente con el pueblo palestino, ya hay un ejército de opinión sincronizada que emite, como papagayos, el mismo diagnóstico: postureo moral, no sirven para absolutamente nada las declaraciones de actores, de influencers, de famosos, no sirven los gestos ni sirve la protesta, no sirven los tuits, no sirven las campañas, no sirve el boicot, no sirven las publicaciones en redes, no sirven “vuestras emociones”; son ustedes, rebaño progresista de ovejitas pastoreadas —¿por quién? Por el sanchismo, será—, profundamente tontos, y la gente normal está a otra cosa. A la política hiperventilada que nadie observa, supongo.

Lo más relevante de todo esto es que, mientras “la izquierda” (una base social de izquierdas, al menos) está contenta, sale a la calle, protesta, se moviliza, pone el cuerpo, se indigna, grita o llora, “la derecha” se dedica a comentar lo que hace la izquierda y decir que ninguna de sus acciones sirve para nada. Si no hubiera manifestaciones, dirían que la izquierda ha perdido la calle y no logra movilizarse. Como las hay, se ven obligados a enunciar que los manifestantes son tontos.

Si la flotilla no hubiera zarpado para intentar romper el bloqueo y abrir un corredor humanitario, dirían que los progres de Occidente no hacen nada. Como zarpó y cientos de personas se expusieron a la detención, la humillación, el trato inhumano en cárceles israelíes, a ser arrastradas por el suelo, a ser obligadas a besar una bandera, o a que su propio país no se inquietara por su regreso —como es el caso de David Adler, estadounidense y cocoordinador general de la Progressive International, detenido en la prisión de Ktzi’ot—, tratan de ridiculizar a esas mismas personas o hacer de poner en peligro la propia vida un acto de presunto egocentrismo.

La realidad es que, con Palestina, la derecha va perdiendo. No sabe con qué terminología hablar, como exhibe la distancia entre Juanma Moreno Bonilla en Andalucía, capaz de pronunciar la palabra genocidio, y las barbaridades que pronuncia a cada oportunidad que se le ofrece Isabel Díaz Ayuso desde los micrófonos de la Asamblea de Madrid. Ha quedado en una posición incómoda, minoritaria en comparación con el sentir general de la sociedad española. Como también es incapaz de no leerlo todo en clave partidista, porque con lo que cuenta sobre todo es con dinero y con partidos, no percibe las dimensiones de su auténtica derrota.

La movilización por Palestina no es algo que pueda alentar un Gobierno o que vaya a ir en beneficio directo de un partido político en específico. Frente al pendulazo al que tantas veces ha hecho alusión esa nueva derecha, la ciudadanía progresista sigue en pie, movilizada, dispuesta a abarrotar las calles o bloquear la Gran Vía por las causas que considera justas. Y eso, en un momento en el que la izquierda —insisto: no necesariamente la partidista— necesita victorias, supone una esperanza enorme: estaremos perdiendo unas cuantas rondas en el combate, en el mundo, pero seguimos en pie. Cada artículo riéndose de la flotilla y cada tuit ridiculizando las manifestaciones debería hacer surgir en nosotros un fuerte sentimiento de ternura: tras mucho tiempo sin hacerlo, es la izquierda quien les marca el paso y obliga a opinar, aunque sean tonterías, y no al revés.