«El poder desnuda al que finge«.

El ejercicio del poder tiene la virtud de arrancar las máscaras: por más buen mentiroso que alguien sea, no hay farsa que dure eternamente. En Metepec, cuatro años han bastado para que Fernando Gustavo Flores Fernández se muestre como lo que realmente es: un egocéntrico hambriento de reconocimiento, un mitómano que intentó disfrazar traumas de infancia y carencias afectivas con la pose de empresario exitoso, desarrollador tecnológico y hasta escritor de libros. Todo falso.

Su dinero no proviene de talento ni de emprendimientos brillantes, sino del tráfico de influencias y del rol servil de prestanombres. La historia se cuenta sola: contratos inflados en Oaxaca, Edomex, Campeche y Querétaro; la mano generosa de los Murat como verdaderos jefes; la venta de

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