Tanto este Gobierno como los anteriores han echado mano del Decreto-Ley más allá de lo debido, lo que ha supuesto eludir el procedimiento legislativo ordinario y el ejercicio efectivo de la participación ciudadana mediante la representación política
Los Presupuestos como nueva madre del cordero
Hace poco más de un año, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, afirmó ante el Comité Federal del PSOE que pensaba gobernar “con o sin el concurso del poder legislativo”. Palabras que algo más tarde matizaría o aclararía al mostrar “su máximo respeto y máxima colaboración con todos los grupos parlamentarios, salvo uno”.
Traigo a colación ahora estas palabras porque estamos, en mi opinión, en un momento crítico de la vida política y, más concretamente, de la vida parlamentaria. Momento crítico porque debiera ser, fundamentalmente, el tiempo de debate de los Presupuestos Generales del Estado para 2026, lo que constituye el núcleo sustancial de la actividad de las cámaras. No en vano prevé el artículo 134.1 de la Constitución que los mismos “tendrán carácter anual, incluirán la totalidad de los gastos e ingresos del sector público estatal y en ellos se consignará el importe de los beneficios fiscales que afecten a los tributos del Estado”.
A estas alturas de la legislatura y del curso político ya sabemos sobradamente, pues se está repitiendo hasta la saciedad, que la propia Constitución prevé que “el Gobierno deberá presentar ante el Congreso de los Diputados los Presupuestos Generales del Estado al menos tres meses antes de la expiración de los del año anterior”. Lo que, como también conocemos, se ha incumplido absolutamente en esta legislatura que comenzó en el otoño de 2023, dado que el Gobierno no ha presentado los Presupuestos para 2024 ni para 2025. Y ahora se está a la espera de que, tal como se ha asegurado reiteradamente, se presenten los de 2026, aunque ese primer plazo ya se ha incumplido. Algo que ha ocurrido igualmente, con mayor o menor demora, en otros momentos, como con el Gobierno de Rajoy que, en ocasiones, los presentó fuera de dicho plazo, si bien todos los años aprobó unos Presupuestos.
Veremos cómo termina la historia presupuestaria; no voy a hacer conjeturas a este respecto pues no merece la pena jugar a leer una bola de cristal, a riesgo de acertar. Es claro que el Gobierno no va a tener nada fácil su aprobación, pero al menos debe presentarlos, por ser su obligación constitucional y porque la Constitución prevé la prórroga presupuestaria hasta la aprobación de los nuevos solamente en el caso de que “la Ley de presupuestos no se aprobara antes del primer día del ejercicio económico correspondiente”. Pero debe presentarse el Proyecto de Presupuestos, también y sobre todo, porque la ciudadanía tenemos derecho a conocer cuál es su real programa de actuación en todos los terrenos y áreas y explicar su correspondiente previsión de ingresos y gastos para el próximo año para hacer efectivo dicho programa.
¿Puede, por tanto, el Gobierno gobernar sin el concurso del poder legislativo?. Desde luego, es claro que “no debe”. No debe gobernar sin las Cortes Generales, pues éstas “representan al pueblo español”, “ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno...”, según contempla el artículo 66 de la Constitución.
Claro que existen espacios para que el Gobierno pueda dictar normas: de un lado, las de rango reglamentario -los Decretos-; de otro lado, normas con auténtico rango de ley, como, entre otras, los Decretos-leyes en caso de extraordinaria y urgente necesidad -artículo 86 del texto constitucional-, cuyo futuro requerirá de la intervención del Parlamento, pues deben ser sometidos a debate y votación en el Congreso de los Diputados para su convalidación -lo que también le está costando al Gobierno “sangre, sudor y lágrimas” y, en ocasiones, ni con semejante sufrimiento lo está logrando-.
Cierto es que tanto este Gobierno como otros anteriores -algunos más que otros, pero todos- han echado mano del Decreto-Ley más allá de lo debido, obviando su limitación a la antedicha situación de “extraordinaria y urgente necesidad”, a lo que también han contribuido los vaivenes y la “manga ancha” del Tribunal Constitucional al respecto. Lo que ha supuesto, en realidad, eludir el procedimiento legislativo ordinario y el ejercicio efectivo de la participación ciudadana mediante la representación política.
En todo caso, nada de lo hasta ahora dicho equivale a gobernar “sin el concurso del poder legislativo”, pues se trata de supuestos expresamente previstos constitucionalmente, si bien muy restrictivamente, como hemos dicho.
Pero, desde luego, resulta harto difícil, por no decir totalmente imposible, gobernar de verdad, lo que se dice “gobernar” sin una Ley de Presupuestos actualizada. Cierto es que se alega reiteradamente desde el Gobierno y sus aledaños que no sería tan grave no aprobar la ley presupuestaria para 2026 ya que la economía marcha bien. Pero ocurre que no todo es economía “pura” pues, como apreciamos a diario, por más que el crecimiento económico sea una realidad, según todos los datos, existen innumerables problemas que dificultan enormemente el bienestar de una mayoría, en todos los territorios, como, por citar solamente algunos, la imposibilidad cierta y desesperante de acceder a una vivienda digna, los retrasos en la atención sanitaria o los todavía nada desdeñables niveles de desempleo o de trabajo precario.
Pero, sobre todo, no se debe gobernar sin mantener la confianza parlamentaria, que es lo que falta o de lo que, al menos, parece dudarse por parte del Gobierno en cuanto a la probabilidad de aprobar las cuentas del Estado, duda o desconfianza claramente concurrentes en los dos años anteriores, en que los Presupuestos ni siquiera llegaron a presentarse.
Y, en mi opinión, aquí es donde reside el quid de la cuestión: en la difícil relación efectiva con el Parlamento y, por ende, con la ciudadanía en él representada.
No presentar los Presupuestos supone hurtar el necesario debate político público sobre el futuro inmediato de los servicios públicos y los derechos de la ciudadanía para asegurar su bienestar, su libertad y su igualdad -sí, ésos que tanto se citan, como educación, sanidad, vivienda…, pero también otros, como la justicia-. Lo que, a la postre, significa impedir o dificultar grandemente no solo la efectividad de esos derechos más tangibles sino también el propio ejercicio de la representación ciudadana, esto es, su participación en la cosa pública, que es otro derecho fundamental consagrado en el artículo 23 de la Constitución. Porque, si a la representación de la ciudadanía se le niega el debate presupuestario, se niega a cada ciudadano su derecho a participar en el mismo.
Pero no radica solamente en la cuestión presupuestaria la falta de respeto del Gobierno al Parlamento. Hay más. Por ejemplo, recuerdo que hace pocos días el Congreso aprobó la reprobación de la ministra Redondo por su gestión de las pulseras telemáticas de los maltratadores de mujeres. No es, desde luego, ni la primera ni la última reprobación de un miembro del Gobierno por las Cortes. Fuentes diversas cifran en 13 el número de ministros censurados por las cámaras desde 1978, pertenecientes a diversos Gobiernos, siendo, según las informaciones, la primera la ministra Magdalena Alvarez, reprobada en diciembre de 2007, seguida de Catalá, Montoro, Montserrat, Delgado, Grande-Marlaska, Puente, Bolaños, Albares y otros.
Una decisión parlamentaria, esta de la reprobación, que resulta meramente simbólica y carente, hoy, desgraciadamente, de toda virtualidad efectiva, dado que la Constitución prevé que los miembros del Gobierno serán nombrados y separados por el Rey, a propuesta de su Presidente. Pero lo cierto es que una reprobación parlamentaria debiera tener una consecuencia inmediata, más allá de limitarse a ser la expresión de un claro rechazo a la actuación de un determinado miembro del Gobierno. Cuanto se pierde la confianza parlamentaria la lógica y la razón debieran llevar, bien a la dimisión, bien al cese por parte del Presidente. Dejar las reprobaciones en el mero marco testimonial supone, ahora, antes y siempre, faltar al respeto al Parlamento y a la ciudadanía en él representada. Nunca un ministro ha dimitido ni un Presidente ha cesado a un miembro de su Gobierno que hubiera sido reprobado, y ya es hora de que ocurra y siga ocurriendo en el futuro. A ello debieran comprometerse todos los partidos políticos en todos los niveles de la representación ciudadana.