Carlos Mérida, conocido cariñosamente como el gran Tata, fue mucho más que un pintor excepcional. En el recuerdo de su familia permanece como un hombre bien parecido, elegante, de una educación y una presencia que lo hacían parecer un lord inglés, pero también como un ser profundamente humano. Su verdadera grandeza no residía en su porte, sino en su capacidad de ser cariñoso, paciente y coherente con una moral inquebrantable. Nunca habló mal de nadie y siempre se mantuvo fiel a sus valores. Fue buen hijo, buen hermano, buen esposo y buen padre. Cuando entraba en una casa, un restaurante o un estudio, se iluminaba todo el espacio con una luz que parecía emanar de él mismo. Era cordialidad pura, y esa esencia se refleja de manera nítida en su legado artístico.
En sus pinturas, esa luz int