Algo anciano debe de haber en mí porque siempre acabo, en cada rincón del mundo, sentada con personas de ochenta, noventa años. No lo busco, sencillamente sucede. Y no soy consciente de ello hasta que algún achaque físico ralentiza nuestra conversación. Solo entonces me doy cuenta de que mi cuerpo es más joven, mi hablar más ágil, pero permanezco cerca, feliz, toda mi atención fijada en historias en apariencia ajenas a mí: sobre los años treinta, sobre las guerras del siglo pasado, sobre giros sociales que, en mi generación, damos por hechos, y no por batalla.
Michael, a quien acabo de conocer en el campus de Princeton, me habla de su tiempo como estudiante. Me dice que su año fue el primero en que admitieron a mujeres en la universidad: hasta 1969, Princeton era un campus masculino: “Ent