Ya era de noche cuando María Félix lo perdió todo por la inundación.

Los muebles que pudo comprar con años de trabajo quedaron reducidos a una pasta de aserrín húmedo y tablas dobladas.

Las camas sirvieron de flotador para resguardar a los animales más pequeños, mientras los más ágiles subían al techo.

Entre las penumbras intermitentes del vaivén de la energía eléctrica, María se arremolinaba en aguas oscuras y pestilentes que entraban por las ventanas.

Manos le faltaron para salvar sus añoranzas: fotos, muebles y recuerdos de una vida que se le iba, literalmente, entre los dedos, junto al desbordado arroyo que arrasaba con su casa.

“Imagínese, haga de cuenta que se nos acaba el mundo. Yo, mi hija y mi hermano llorando porque estábamos solitos. Los niños, mi hermanita por arriba de la

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