Solo hay un puñado de inmigrantes en Casa Nicolás, el albergue de migrantes en un municipio colindante a Monterrey, a dos horas de la frontera de Texas. Tres familias con madre soltera de países centroamericanos esperan el almuerzo de arroz con pollo en el comedor. “Protéjase a usted y los suyos”, se anuncia en una pantalla con información sobre el proceso migratorio colocada al lado de una estatuilla de la Virgen de Guadalupe y otra de Jesucristo.

Los últimos deportados de Estados Unidos, abandonados por la policía de inmigración en la frontera que divide McAllen de Reynosa, la peligrosa ciudad fronteriza a a unos 200 kilómetros de Monterrey, han pasado por el albergue. Aprovecharon para trabajar una semana en el boyante mercado de trabajo de la ciudad industrial más importante de México

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