España está llena de tesoros naturales, pero algunos de sus bosques parecen querer pasar desapercibidos. No salen en las guías, no tienen grandes aparcamientos ni colas de turistas, y quizá por eso conservan ese encanto primitivo que solo tienen los lugares intactos.

En el  Día Mundial de Protección de la Naturaleza , vale la pena recordar que estos bosques no son solo paisajes: son pulmones, refugios de vida, cápsulas del tiempo. Aquí van  cinco de los más desconocidos , repartidos por la península, donde la naturaleza aún se escribe con mayúsculas.

1. Faedo de Ciñera (León): el bosque de las brujas buenas

En una comarca marcada por su pasado minero, el  Faedo de Ciñera  se abre como un remanso verde entre la roca y el carbón. Este pequeño bosque de hayas centenarias, algunas de más de  30 metros de altura , parece sacado de un cuento. El sendero que lo cruza, de apenas siete kilómetros, es sencillo y está salpicado por arroyos, puentes de madera y hojas que tapizan el suelo en otoño.

En su interior vive  Fagus , una haya de más de quinientos años, y, según la leyenda, el espíritu de  Haeda , una bruja buena que protegía el bosque. Lo cierto es que algo mágico hay en el aire: cada paso resuena como un hechizo.

2. Tejeda de Tosande (Palencia): el bosque jurásico

Pocos lugares en Europa conservan tantos  tejos milenarios  como este rincón palentino, escondido en el  Parque Natural de Fuentes Carrionas y Fuente Cobre . Los tejos, árboles sagrados para los celtas, son símbolo de eternidad… y también de muerte: su savia es venenosa, y dicen que los numantinos la usaron para suicidarse antes de rendirse a Roma.

La ruta, de unos diez kilómetros, atraviesa un paisaje de robles, encinas y hayas antes de adentrarse en la tejeda propiamente dicha. Allí, los troncos retorcidos y las sombras espesas crean una atmósfera inquietante, casi sobrenatural. Uno de esos lugares donde el tiempo no se mide por relojes, sino por siglos.

3. Hayedo de Otzarreta (Vizcaya): el bosque de los duendes

Dentro del  Parque Natural de Gorbeia , este pequeño hayedo es una joya de apenas unos kilómetros que parece diseñada por un artista surrealista. Las hayas crecen hacia arriba como  candelabros , con ramas que se elevan al cielo en lugar de extenderse lateralmente. Esa forma peculiar proviene del “trasmocheo”, una técnica tradicional para aprovechar la madera sin talar el árbol.

Cuenta la tradición que aquí vive el  Basajaun , el señor de los bosques vascos, junto con los  ireltxos , pequeños duendes guardianes de la naturaleza. Y aunque no los veas, es difícil no sentir que alguien te observa entre la niebla. Muy cerca se encuentran la  Cascada de Uguna  y el  Humedal de Saldropo , dos paradas que completan una ruta mágica.

4. Fragas do Eume (A Coruña): la selva atlántica

Si Galicia es verde, las  Fragas do Eume  son su versión más intensa. Este parque natural, uno de los bosques atlánticos mejor conservados de Europa, parece ajeno al paso del tiempo. Árboles cubiertos de musgo, arroyos escondidos, helechos gigantes y una luz tamizada que apenas logra atravesar la espesura.

Caminar por sus senderos —hay rutas para todos los niveles— es como  entrar en un cuento celta . No faltan las leyendas de  meigas y trasnos , ni los restos del  Monasterio de Caaveiro , perdido entre la niebla. Con sus nueve mil hectáreas de vida, es un recordatorio vivo de por qué proteger la naturaleza no es una opción, sino una necesidad.

5. Castañar del Valle del Genal (Málaga): el bosque de cobre

En el corazón de la  Serranía de Ronda , este bosque andaluz cambia de piel cada otoño. Los castaños tiñen las laderas de tonos rojizos y dorados, dando lugar al apodo de  “bosque de cobre” . Desde los pueblos blancos de  Júzcar, Genalguacil o Jubrique  parten varios senderos que serpentean entre los árboles, descubriendo caleras antiguas, fuentes naturales y miradores que quitan el aliento.

Además de su belleza, este bosque también se saborea: las  castañas del Genal  son la base de dulces y licores locales que resumen el alma de la comarca. Un paisaje que se admira, se huele y, por qué no, se come.