En el norte de Gran Canaria, escondido entre montes verdes y barrancos profundos, hay un pueblo donde el agua no solo se bebe:  se escucha, se ve y se siente . Se llama  Firgas , y aunque apenas supera los cuatro mil habitantes, ha logrado lo que muchos destinos persiguen: convertir su identidad en una imagen icónica.

Basta con caminar por la  calle Gran Canaria , el corazón del municipio, para entenderlo. Por ella discurre una  cascada urbana de 30 metros , con un caudal continuo que baja entre losas de piedra y mosaicos de azulejos. Es una construcción artificial, sí, pero suena y luce tan natural que uno juraría que siempre estuvo ahí. El agua, que proviene de los manantiales y barrancos cercanos, recuerda que esta villa ha vivido de ella durante siglos. No en vano, a Firgas la llaman la  “Villa del Agua” .

El alma del norte canario

El casco antiguo de Firgas parece detenido en el tiempo. Las casas, blancas y bajas, se asoman a calles empedradas que serpentean cuesta arriba, decoradas con  escudos heráldicos  y mosaicos que representan las siete islas del archipiélago. En el centro del pueblo, la  Plaza de San Roque  es el punto de encuentro y el mejor lugar para comprender su historia: aquí se levanta la iglesia del mismo nombre, construida en 1502, junto a la  antigua Acequia Real , donde las lavanderas venían a frotar la ropa entre risas y agua corriente.

Desde el  mirador de San Roque , el panorama sorprende. Aunque Firgas no tiene mar, el Atlántico se divisa a lo lejos, con el cielo y el océano fundiéndose en una línea azul que parece suspendida. Es una de esas vistas que invitan al silencio, al café lento y a dejar pasar el tiempo sin más propósito que mirar.

El molino más antiguo del archipiélago

Firgas es, además, un lugar donde las tradiciones no se han oxidado. A pocos pasos del casco, entre huertos y senderos, se encuentra el  Molino de Firgas , levantado en 1517 y todavía en funcionamiento. Es el más antiguo en uso de Canarias y hoy alberga el  Museo del Gofio , donde se puede ver cómo se tuesta y muele este alimento tan ligado a la cultura canaria. El sonido de la piedra girando es, de alguna manera, la banda sonora de la villa.

Mientras el resto del país se tiñe de frío, Firgas conserva una temperatura amable todo el año. El aire huele a tierra húmeda y a plátano, y el sonido del agua acompaña cada esquina. En apenas veinte minutos se puede llegar a  Los Charcones , unas piscinas naturales formadas en la roca volcánica donde el verano parece no acabarse nunca.

Pero más allá del clima, lo que hace de Firgas un lugar especial es su autenticidad. No hay pretensión ni artificio: solo un pequeño pueblo que aprendió a convivir con el agua y a convertirla en arte. Su cascada, su molino y sus calles empedradas no son solo postales, sino la memoria viva de un lugar donde el tiempo —como el agua— sigue corriendo despacio.