El día abre espléndido. Aire liviano, seco, veintiséis los grados de temperatura; intermitentes rulos de viento arrastran como rebaba de la tiricia dominguera los sonidos que ejecutan las familias enjambradas a orillas del Canal Saint-Martin. Solo el traqueteo cansino de una lancha diminuta fabrica las jorobas líquidas que en los bordes de concreto perecen. El dragueur, que de súbito erige su humanidad frente al éxtasis contemplativo de Beatriz, pretende cortejarla, ofrecerse como guía de la ciudad para aquella muchacha recién llegada. Es un sujeto simpático, con el cabello ensortijado, lentes sin marco y la frente surcada por canalillos de cultivo; había dejado nacer un bigote delgado sobre los labios gruesos. Tiene el cuerpo metido en unos jeans azules y camisa blanca de algodón (el rech
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