La culpa suele ser un huésped silente, un murmullo que se cuela entre las rendijas del alma y se instala sin pedir permiso, súbitamente, cómodamente y, en ocasiones, eternamente. Es un peso que cargamos sobre los hombros, tan intenso que es capaz de quebrar nuestros pasos más certeros. Es una sombra que se alarga en la noche, un eco que resuena en los rincones más oscuros y profundos de nuestra humanidad. La culpa no siempre llega con estruendo, sino que a veces se desliza como un río manso, pero profundo, erosionando poco a poco la firme roca de nuestra paz interior. La culpa nos abraza, nos envuelve, y aunque al principio parece un recordatorio de nuestra falibilidad, con el tiempo puede convertirse en una cadena que nos ata al pasado, impidiéndonos caminar. Culpa... ¿Quién no ha sentido

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