Yse fueron todos. Terminó la fiesta. Para los que entraron al departamento, a quienes acompañó hasta la puerta como el general en Puerta de Hierro, sin poder –claro– entrar ella siquiera al ascensor para despedirlos. Ni hablar que tampoco pudo bajar a la calle para abrazarse a quienes la vitoreaban, aquellos que la visitaron desde la calle para festejar la efeméride de otro, aunque los simpatizantes o fanáticos aplaudían a la heroína como si ella hubiese estado el 17 de octubre del 45. Cada uno de los presentes, almas comunes, se fueron para volver a casa, al cine, a la pizzería, quizás al trabajo. A la rutina que finalmente habilita la libertad. En cambio, ella, Cristina Fernández de Kirchner, debió quedarse en un encierro con vista a la calle que muchos consideran un privilegio, sea por

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