El reciente robo en el Louvre ha operado como una sacudida que, más allá del daño patrimonial, expone una grieta en el relato de invulnerabilidad del museo. No se trata sólo de la desaparición de unas joyas —las de la corona francesa, con su carga de poder dinástico y fetichismo nacional—, sino de la revelación de una fragilidad que el propio museo trataba de ocultar bajo su aura de infalibilidad. Que el Louvre, emblema de la vigilancia total, haya sido asaltado a plena luz del día es, más que una noticia policial, una escena simbólica: el museo robado se convierte en performance involuntaria de su propia caída.

La pregunta que resuena ahora es si algo así podría ocurrir en el Museo del Prado. Y, para responderla, conviene recordar que el Prado y el Louvre representan dos concepciones d

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