A nadie le extrañará saber que los ciudadanos distorsionan la realidad según sus afinidades ideológicas. La evidencia académica sobre ese tipo de sesgos es abrumadora. Cuando valoramos la situación económica del país o señalamos a los responsables de que la sanidad o la educación universitaria vaya bien o mal el sesgo político se cuela sin remedio: como cabe intuir, solemos tener opiniones mucho más favorables sobre la economía o sobre las políticas en general cuando nos sentimos próximos ideológicamente al partido en el gobierno.
Su existencia es un asunto no menor, dado que una herramienta básica para controlar a los políticos y que actúen sin alejarse de lo que quiere la ciudadanía es que rindan cuentas en las elecciones por cómo lo han hecho mientras gobernaban. Si los ciudadanos perciben de manera distorsionada los resultados de sus políticas, entonces ¿cómo van a rendir cuentas?
El sesgo es incluso mayor cuando se trata de señalar al responsable de la situación política o económica. Aquí nuestras gafas ideológicas tienen un cristal más grueso, así que la manera en la que, cuando gobiernan los nuestros, exculpamos al ejecutivo cuando los resultados de las políticas no son buenos y señalamos como responsables de la situación a otros actores con los que no nos sentimos tan identificados (ya sea la Unión Europea, el alcalde o el presidente de la comunidad autónoma) es, si cabe, más evidente.
Sin embargo, la cuestión de mayor interés no es si existen o no los sesgos cuando valoramos los acontecimientos políticos que nos rodean. Que la ceguera política existe resulta incontestable desde un punto de vista empírico. La pregunta más interesante es bajo qué circunstancias estos sesgos se moderan, cuáles son sus límites, y si esos límites se han debilitado a lo largo del tiempo.
Tomemos por ejemplo la valoración de la situación económica en España. De entrada, resulta llamativa la diferencia que existe entre cómo valoran los ciudadanos su situación económica personal y cómo valoran la situación general de la economía . Mucho de esa diferencia tiene que ver con que, mientras nuestras afinidades ideológicas no tienen peso sobre cómo creemos que nos va personalmente, sí tienen un impacto importante a la hora de evaluar la situación general de la economía. De ahí que la polarización de las valoraciones según a qué partido votamos sea intensa en el segundo caso e inexistente en el primero.
¿Nos nubla la ideología nuestra capacidad de juzgar los resultados de las políticas y sus responsables en cualquier circunstancia? No, los sesgos son más o menos intensos según el contexto. Cuando la situación económica es claramente crítica, todos los ciudadanos, sean o no favorables al partido en el gobierno, tienen una valoración peor de la economía y el sesgo político (que sigue existiendo) se reduce. Es decir, las lentes ideológicas siguen operando, pero la distorsión de la realidad se reduce ante la contundencia de los acontecimientos. Dicho de otra manera, cuando el margen de interpretación es amplio es más probable que nuestras afinidades ideológicas determinen el análisis de la situación. En cambio, los sesgos operan más debilitados cuando existe una mayor claridad sobre la situación o la responsabilidad objetiva. Piénsese, por ejemplo, en el caso de la atribución de responsabilidad sobre la dana en la comunidad valenciana. Las encuestas publicadas mostraron que una mayoría de ciudadanos, incluidos los votantes del PP, creían que el principal responsable de la mala gestión fue el gobierno autonómico.
La evidencia basada en experimentos apunta a similares conclusiones: es más difícil que se cuelen los sesgos políticos cuando existe mayor claridad sobre la situación objetiva. Por ejemplo, hace un tiempo llevamos a cabo un experimento de encuesta para saber cómo operaban los sesgos ideológicos a la hora de atribuir la responsabilidad sobre la sanidad y las pensiones. Quienes participaron en la encuesta podían identificar como principal responsable al gobierno central o al gobierno autonómico y nuestra expectativa era que los sesgos políticos funcionaran con más intensidad en la sanidad que en las pensiones.
Lo distinto entre la sanidad y las pensiones es que la claridad sobre qué administración es la principal gestora de la política es mayor en el caso de las pensiones que en el de la sanidad: las pensiones nunca han estado en manos de otra administración que no haya sido la central, mientras que la sanidad pasó del gobierno central a los gobiernos autonómicos y lo hizo a distintos ritmos en diferentes comunidades autónomas, por lo que existe mayor confusión sobre cuál es la principal administración responsable de esa política.
El resultado del experimento mostró que a la hora de atribuir la responsabilidad por la sanidad aparecían sesgos ideológicos (la atribución dependía de si el ciudadano se sentía o no próximo al partido del gobierno central o al autonómico) mientras que no era importante a la hora de determinar la gestión sobre las pensiones. El caso de las pensiones era un caso difícil para la ceguera política: incluso para los más sesgados políticamente resultaba difícil afirmar que los responsables de (un mal funcionamiento) de las pensiones eran los gobiernos autonómicos.
La ceguera tiene límites, como acabamos de ver, lo cual es una buena noticia por las implicaciones que los sesgos tienen sobre el control democrático. La no tan buena noticia es que la polarización no ayuda a reducir esos límites , sino que los expande. El probable resultado es que, en el devenir habitual de la política, los sesgos serán la norma y solo conseguiremos reducirlos en situaciones muy extraordinarias, cuando la obviedad de los acontecimientos deje poco margen para que se cuelen una interpretación afín a nuestra ideología.

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