Hay ideas que, por su simpleza, parecen nacidas en una tertulia ideológica y no en un gabinete económico. La última propuesta de Sumar —gravar con un 25 % adicional la venta de una vivienda si se produce antes de los dos años desde su compra— es un ejemplo de ello: una medida que pretende atacar la especulación, pero que en realidad penaliza la movilidad, castiga la inversión y destruye la poca confianza que queda en el mercado inmobiliario español. Yolanda Díaz y su entorno vuelven a caer en el error clásico del intervencionismo: confundir un problema social con un fallo del mercado, y un incentivo con un castigo.
La idea parte de una premisa falsa: que toda venta temprana es un acto especulativo . Nada más lejos de la realidad. En la práctica, muchas familias venden una vivienda antes de dos años porque cambian de trabajo, se divorcian, heredan o simplemente no pueden afrontar los pagos, y aunque alguno de estos supuestos lo exima Sumar en su propuesta, la realidad es que es un ataque más a la propiedad privada. Penalizarlas con un 25 % adicional es tanto como castigar la precariedad y la adaptación, en lugar de la especulación.
El mercado inmobiliario ya grava las plusvalías , el IRPF y los costes de transmisión. Añadir un recargo del 25 % no es regular: es castigar. Y lo más grave es que el castigo lo sufrirán los ciudadanos, especialmente los jóvenes, que ya soportan un sistema tributario asfixiante y un acceso a la vivienda cada vez más inaccesible.
El discurso de Sumar necesita enemigos imaginarios para justificar su política. Hoy es « el especulador inmobiliario »; ayer fue «el empresario abusador»; mañana será «el ahorrador privilegiado».
Sin embargo, la realidad es que el 90% de las compraventas en España son de particulares. La rotación de viviendas forma parte natural de una economía moderna: la gente se muda, cambia de ciudad, invierte sus ahorros, o vende para comprar una casa mejor. El supuesto especulador al que Sumar quiere castigar ya tributa más que de sobra: paga IRPF por plusvalía, IVA o ITP por compra, notaría, registro, y el impuesto municipal de plusvalía. ¿De verdad hace falta otro impuesto más? ¿O se trata, simplemente, de seguir exprimiendo a la clase media mientras se vende populismo como justicia social?
Toda intervención de este tipo genera consecuencias previsibles. Si se castiga fiscalmente la compraventa temprana, los propietarios preferirán retener sus viviendas o sacarlas al mercado de alquiler , reduciendo la oferta en compraventa. Esa contracción elevará los precios, justo lo contrario de lo que el Gobierno dice perseguir. Además, se desincentiva la inversión en vivienda nueva, porque el riesgo de liquidez aumenta: quien compre sabiendo que no podrá vender sin una penalización desproporcionada, simplemente no comprará.
En suma, el mercado se congelará : menos ventas, menos construcción, menos empleo en el sector y más presión sobre el alquiler. Todo por una ocurrencia tributaria que no recauda, sino que destruye actividad.
La medida no solo afecta a inversores y familias, sino también a la movilidad laboral , un aspecto clave para el crecimiento económico. Un trabajador que deba cambiar de ciudad por un nuevo empleo tendrá que asumir una penalización fiscal si vende su vivienda antes de dos años. En la práctica, eso frena la movilidad, encarece el cambio de residencia y desincentiva la búsqueda de mejores oportunidades laborales.
España necesita un mercado de vivienda flexible que acompañe el dinamismo económico, no un sistema punitivo que inmovilice a sus ciudadanos por miedo al fisco. Además, esta medida transmite un mensaje desastroso a los mercados: España es un país donde el ahorro y la inversión se castigan, y donde la inseguridad jurídica es la norma.
Con cada nueva ocurrencia, se alejan inversores, promotores y jóvenes que aspiraban a construir su patrimonio.
Esta propuesta no nace de un estudio técnico ni de una necesidad presupuestaria. Nace de la desesperación ideológica de un partido que ya no tiene nada que ofrecer más allá de castigar a quienes producen y halagar a quienes viven del subsidio. Es la misma lógica que llevó a la subida del salario mínimo sin consenso, a los límites de alquiler y a la demonización del empresario. Todo en nombre de la «justicia social», todo a costa del crecimiento.

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