Cuando abres la puerta del cementerio de mi pueblo, sus goznes chirrían como la boca de una loca desdentada. Pero brevemente, porque aunque sus muros centenarios no son demasiado altos y afuera el bosque bulle en innumerables sinfonías, dentro el silencio es contundente, definitivo y al mismo tiempo ligero como el aliento de una mariposa. La paz sea contigo. Lo voy repitiendo como un mantra a diestro y siniestro, lo lanzo contra los muros, los desparramo por encima de las lápidas y envuelvo a cruces y vírgenes en este siseo, con una insistencia tenaz, casi necia. Es la única oración que sé rezar con entrega, sinceramente. Hasta que llego a la tumba de los míos, tan quietos allí, tan muertos, tan ausentes. Qué menos que desearles la paz, qué menos. Y luego están las flores. Como si una rosa

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