El lunes pude presenciar, in situ , la «normalidad democrática» de la que tanto habla Salvador Illa. La cita para asistir a la presentación del nuevo libro de Marcelo Gullo, Lepanto, era a las seis de la tarde en la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona.
Llegué a hora temprana. Media hora antes. Me sorprendió ver, a la entrada del edificio, una decena de mossos. Pregunté por el aula en cuestión. «Al fondo a la derecha», me indicó un conserje. Pillé sitio en primera fila. Éramos todavía pocos. Empezaron a circular rumores de que había contraprogramación de los «antifas».
Para hacer tiempo volví a salir. Es la primera obligación del periodista. Echar un vistazo en caso de peligro. En el exterior, los agentes habían desaparecido.
— Para entrar necesitamos la autorización del rector —me explicó una policía de paisano. Después deduje que era la que estaba al mando del dispositivo.
— ¿Y si está jugando a golf? Le espeté a pesar de que ahora hay móviles.
No tardaron en llegar los antisistema. Iban con una pancarta con la inscripción en catalán: «Fem fora el feixisme» . «Hagamos fuera el fascismo». Iban también profiriendo consignas: «Ni fascistas ni amigos de fascistas».
Me vino a la cabeza aquella frase atribuida a Churchill: «Los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas». Aunque, en realidad, es apócrifa. Pero da igual en este caso. «Si non è vero è ben trovato» .
Los seguí hasta el aula a prudente distancia. Tuvo problemas para entrar porque no te franqueaban el paso fácilmente. Más bien hacían de barrera con su cuerpo. En el forcejeo, perdí hasta el micrófono con el que quería grabar el acto. Al final, alguien me tiró del brazo y pude pasar por entre el cordón humano.
Los Mossos seguían sin aparecer. De hecho, no lo hicieron hasta las 18:23 horas , más de veinte minutos después de la hora prevista para el inicio del acto. Y, cuando lo hicieron, no fue para desalojarlos, sino para separarlos apenas un poco de la puerta de acceso.
Estuvieron, durante más de una hora, gritando eslóganes. Todos muy democráticos. Como el de «pim, pam, pum; que no quede ni uno».
Marcelo Gullo se lo tomó con sentido del humor. «Me recuerda a mis años juveniles —nos contó—. Yo nací a la vida política muy jovencito, en marzo de 1982».
Él y su amigo íntimo Roberto Vitali, ambos jóvenes estudiantes, asistieron a la primera manifestación contra la dictadura. Tuvieron suerte porque eran apenas unos pibes y un señor mayor, sin duda más curtido en estos menesteres, les aconsejó que si la policía soltaba a los perros, no corrieran. Eso hicieron; en el momento álgido, se quedaron inmóviles al lado de un portal y el truco funcionó. «Yo sé lo que es pelear contra una dictadura y contra fascistas», rememoró.
Pero justo en ese momento, la puerta cedió a las presiones y estuvieron a punto de entrar. Hay que decir que era la presentación de un libro, no un mitin político. Y que, entre el público asistente, había muchas señoras de edad madura que ese día habían decidido ir a la presentación de una obra histórica en vez de ir a merendar.
Entonces sí aparecieron los Mossos. Repartieron algunos empujones. Pero no hicieron nada más. Al menos haberlos alejado del lugar. O incluso desalojarlos para poder escuchar tranquilamente al conferenciante.
No, nada de eso. Tuvimos que seguir aguantando los berridos. Como si la universidad fuera suya. Había entre el público incluso alguna autoridad -presente o pasada-, como la diputada autonómica Julia Calvet; el ex diputado en el Congreso Juan Carlos Segura; o el ex alcaldable del PP por Barcelona Alberto Fernández; cuya integridad quizá no hubiera estado garantizada.
Lo peor fue la salida. Los Mossos d’Esquadra recomendaron salir en grupo, fuertemente custodiados, por un pasillo lateral. Yo pensé, instantáneamente, en el día que los indignados rodearon el Parlament, aquel lejano 11 de junio del 2011. Aquel fue uno de los días que, en terminología Vargas Llosa, empezó a joderse Cataluñaa. Otro, el abrazo de Mas a la CUP.
Yo estaba acreditado —entonces no me tenían vetado en el Parlament—, y terminado el pleno, nos congregaron a diputados, altos cargos, funcionarios y periodistas en el Parque de la Ciudadela. Emprendimos la marcha por el llamado camino del Mamut, aquel que pasa por la estatua de este animal prehistórico, en el que se fotografían con frecuencia excursiones y familias.
Llegamos sin más tropiezos a la parte exterior del recinto, lado Tibidabo para entendernos, hasta que una voz clamó: «¡Que vuelven!». Me acuerdo porque, por casualidades de la vida, estaba entre Celestino Corbacho, ex ministro de Trabajo, y Miquel Iceta, posteriormente líder del PSC. Oír el grito de alarma y todo el mundo echó a correr. También, por supuesto, los representantes de la soberanía popular.
Ahí, ahí pensé que se había quebrado un poco la democracia en Cataluña. De hecho, cuando los indignados acamparon en Plaza Cataluña, visité varias veces el lugar y, en las asambleas más numerosas, apenas votaban 600 personas. Con eso no sacas ni un concejal en un pueblo remoto.
Al alcanzar la Diagonal, divisé media docena de furgonetas de los antidisturbios y pensé que ni siquiera hemos sido capaces de construir una policía que imponga respeto. Porque, de las pocas cosas que aprendí en la facultad, es que el Estado tiene el monopolio de la violencia.
Me queda el consuelo de haber podido escuchar, a pesar de todo, a Marcelo Gullo. Pienso seguir sus recomendaciones. «No hay que ceder a la dictadura de lo políticamente correcto», afirmó durante su intervención. Y, desde luego, leer el libro. Me temo que no es una obra de historia, sino una predicción meteorológica. Pero de esas que aciertan. «Europa se está destruyendo» , manifestó también. Gracias, don Marcelo, por la lección de antifascismo en directo. Ya ven, «normalidad democrática», según Salvador Illa, presidente de la Generalitat.

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