Durante siglos se nos enseñó que el mercado podía corregirlo todo. Adam Smith creía que la “mano invisible” guiaba el bienestar colectivo si cada uno perseguía su propio interés. Robert Solow, más adelante, sostuvo que el progreso tecnológico era la llave del crecimiento. Pero en el siglo XXI, esa fe ciega en el egoísmo racional se volvió insostenible. En un planeta con recursos finitos y desigualdades crecientes, la pregunta es inevitable: ¿puede el instinto de lucro seguir siendo la brújula del desarrollo humano?
El desarrollo no es una ecuación con una sola variable. No existe la “bala de plata” que resuelva todos los problemas. El desarrollo verdadero nace de un sistema interdependiente donde innovación, ética, valores y sostenibilidad dialogan. Hoy no basta con crecer: hay que saber

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