A contra reloj, y ya en las laboriosas negociaciones y tras el susto de un incendio en plena cumbre, los delegados que salen en la madrugada de la COP30 en Belém pasan delante de un enorme árbol ceiba - sumauma para los indígenas amazónicos- iluminado por los focos de seguridad. Quien se detenga para mirar hacia arriba comprobará que la copa ha sido cortada, ya que, trasplantado al asfalto de la ciudad, el árbol se enfermó.
Este ejemplar del llamado árbol de la vida -sagrado para muchos pueblos originarios de las Américas- constituye un solitario recuerdo de la deforestación que ha destruido una cuarta parte de la selva amazónica en las últimas décadas, un proceso vertiginoso impulsado por la construcción de nuevas carreteras, la ganadería extensa y los monocultivos que se extiende

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