Colombia siempre ha sido un lugar estratégico para las agencias de inteligencia extranjeras, pero las tensiones entre Trump y Gustavo Petro están agitando el equilibrio tradicional con el vecino del norte
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Por su centralidad en el mapa regional, Colombia ha sido siempre un lugar estratégico para las agencias de inteligencia estadounidenses. Su proximidad al Canal de Panamá y el papel en la producción y tráfico de cocaína han sido, además, razones de peso para que servicios secretos de múltiples países destinen agentes en Bogotá. Pero varios episodios de los últimos meses revelan que el país es hoy un hervidero del espionaje internacional.
Uno de los últimos casos no hizo mucho ruido a pesar de ser una seria alerta de seguridad nacional. Algo no cuadraba, sin embargo, en las imágenes emitidas a principios de julio en el telediario de mayor audiencia nocturna en Colombia. En ellas se registraba la captura, en la ciudad portuaria de Barranquilla, de un veinteañero vestido con una cazadora al viejo estilo universitario estadounidense.
Se trataba de Gonzalo de Jesús Ramos Santos, aprehendido en la terminal de autobuses local por su presunto rol como enlace y reclutador de agentes para el Servicio Federal de Seguridad, los servicios de inteligencia rusos, según denunciaron las autoridades. Antes de ser esposado y reducido boca abajo bajo en el asfalto hirviente del Caribe, había transitado por Moscú, Lituania, Noruega y España. Tenía una orden de detención de la Interpol de la máxima prioridad. Y la Policía colombiana seguía sus pasos.
Casi dos meses más tarde, el 13 de octubre, dos activistas exiliados venezolanos sufrieron un atentado cometido por sicarios a plena luz del día en el norte de Bogotá. Los opositores políticos Yendri Velásquez y Luis Peche Arteaga, que sobrevivieron, habían huido a Colombia en mayo. Lo hicieron tras la detención policial, sin amparo judicial, de un amigo periodista en Caracas.
Media docena de expertos consultados para este reportaje bajo condición de anonimato sostienen la tesis de que se trató de una represalia de las fuerzas de Maduro y se preguntan sobre la estrategia de los servicios de seguridad e inteligencia para protegerse de estas actividades criminales.
“El país hoy es un espacio de disputa internacional estratégica. El Gobierno colombiano tuvo siempre lazos muy fuertes con Washington, que tiene aún una oficina con misión especial en las instalaciones del Ministerio de Defensa, pero tras la llegada de Petro han entrado otras variables en juego”, explica un veterano analista. La política del Ejecutivo de Petro fue extremar la precaución con los estadounidenses y las acciones de Washington en la región han tensado al máximo esas relaciones. El propio presidente Trump ha introducido a Petro y su familia en la lista de narcotráfico, lo que, evidentemente, complica la cooperación a cualquier nivel.
Falta de recursos para el contraespionaje
El problema, a su juicio, radica en el poco contrapeso de las políticas de inteligencia estratégica del Ejecutivo en Bogotá. De hecho, en más de tres años del Gobierno de Petro, se han depurado diversas unidades.
También ha habido múltiples relevos de agentes y funcionarios dentro de un sistema de contrapesos que opera a través de ramas paralelas: el Ejército, la Fuerza Aérea, la Armada y la Policía cuentan cada uno con sus propios servicios secretos. A estas se suma la Dirección Nacional de Inteligencia (DNI), creada en 2011 para coordinar y, en teoría, ejercer algún control sobre todas las anteriores.
“En tres años acabaron con numerosos grupos de operaciones especiales. Reemplazaron a veteranos entrenados por los estadounidenses. La directiva de presidencia era tener todas las prevenciones posibles con la CIA”, explica otro investigador. Menciona en concreto el desmonte de los batallones de inteligencia de frontera, que tenían como tarea supervisar los movimientos a lo largo de los 2.219 kilómetros de límite común con Venezuela.
Otro estudioso del tema añade: “Petro desmanteló la Dirección de Inteligencia Policial (Dipol). Esa fue una decisión estratégica fatal para el país. También depuró unidades militares de despliegue rápido o de fuerza conjunta en zonas de disputa con grupos armados”.
El argumento del Gobierno es que la corrupción enquistada en muchas de aquellas unidades suponía una ventaja para los criminales. Tras el caso de la Dipol se halla, por ejemplo, la turbia compra por 11 millones de dólares del programa de espionaje Pegasus a los israelíes en 2021. Un investigador y politólogo recuerda, sin embargo, que la situación no es nueva.
Durante las Administraciones de los expresidentes Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos e Iván Duque también hubo recortes similares guiados por sus afinidades políticas. Históricamente, los servicios secretos se han instrumentalizado con seguimientos contra opositores y periodistas, o a través de agentes enfocados en obstaculizar el proceso de paz del Estado con la desmovilizada guerrilla de las FARC.
La ideología entorpece el trabajo
En gobiernos anteriores, además, los movimientos del bloque geopolítico de Venezuela, Cuba y Nicaragua eran prioritarios. Por eso el experto habla de una “ideologización” permanente de la inteligencia que ha derivado en “enormes retrocesos operativos”. “En ese vacío se han vinculado con mayor intensidad agencias extranjeras interesadas, sobre todo, en obtener información de Venezuela”, afirma.
También precisa que, a partir de 2010, comenzaron a llegar funcionarios muy “sospechosos” a algunas embajadas: “Nos empezamos a cuestionar si, más allá del conflicto colombiano, existe un pulso profundo a nivel regional que ya no depende solo del impacto del narcotráfico”.
Desde entonces, han surgido noticias como la expulsión de dos miembros de la legación rusa en 2020. O la presencia de agentes de la Dirección General de Contrainteligencia Militar de Venezuela en Colombia en 2024, entre otras. “En este cuatrienio también ha habido un despliegue considerable de chinos e iraníes que antes actuaban en Caracas. Hoy lo hacen en Colombia porque, en esencia, no hay nadie que los persiga”, opina un investigador.
Fue en este contexto en el que, hace unos días, el presidente Petro anunció que suspenderá parte del intercambio de información con las agencias de seguridad estadounidenses. Sin embargo, su ministro de Interior, Armando Benedetti, matizó el alcance de la decisión y aseguró que la colaboración con el FBI y la DEA, entre otras, seguiría su curso.
El pragmatismo acaba siendo necesario. “La desconfianza entre este Gobierno y los americanos ha existido desde el principio de esta Administración. No obstante, la Casa Blanca reconoce que la importancia de Colombia, en términos de información sobre crimen organizado, es fundamental y, en lugar de abordar a una DNI hiperpolitizada, han mantenido la conversación con cada una de las demás fuerzas por separado”, recuerda uno de los expertos consultados.
El nombramiento de un ministro de Defensa militar como Pedro Sánchez en febrero de este año ayudó a calmar un poco las cosas. El escenario internacional, no obstante, es crítico. A los bombardeos estadounidenses contra lanchas supuestamente cargadas de droga se suma la llegada a aguas del Caribe del USS Gerald R. Ford; el mayor buque de guerra del mundo, que hace sombra al régimen de Nicolás Maduro. La tensión va en ascenso.
Entre tanto, los analistas barajan otros retos para los organismos de inteligencia colombianos. Uno de los consultados apunta que “hay una nueva dimensión económica en torno al control de las minas de oro”, pero advierte de que “con las purgas de oficiales en el DNI o la Policía, y el hecho de que algunos países ya no son un objetivo claro a nivel estratégico, se ha perdido mucha capacidad de tener información sólida sobre quién entra y sale del país”.

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