CDMX. -Luly Fuentes de la Peña, mi adorada hija y ángel de la guarda desde que se fue la amada eterna, me reveló la existencia de un extraño mal del alma. Quien lo padece piensa que no es merecedor de ninguno de los dones que de la vida recibe, entre ellos los honores y preseas que le son dispensados. No me apena confesar a mis cuatro lectores, comprensivos como son, que yo sufro de ese síndrome. Ignoro a qué lo debo; posiblemente a algún oscuro trauma de la infancia o a un sentimiento de inseguridad que sería materia de analista. El caso es que agradezco de corazón, profundamente, las distinciones que en su bondad mi prójimo me brinda, y procuro corresponder a ellas en la corta medida de mis posibilidades, pero en el fondo creo que no las merezco. Me va bien la descripción que de sí mismo

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