La mañana en que entraron a la casa del sacerdote Gonzalo Javier Palacio Palacio, el barrio Laureles parecía seguir en su rutina habitual. Los perros ladraban sin convicción y el tráfico afuera sonaba como cualquier martes, pero dentro de la vivienda la escena tenía otra temperatura. Ante la incredulidad del sacerdote, los agentes avanzaron en silencio, revisaron muebles, cajones, papeles y terminaron deteniéndose en una mesa donde reposaban dos biblias. Una tenía las hojas amarillentas de tanto pasar dedos devotos. La otra, más pesada, reveló el hueco tallado entre sus páginas y adentro un revólver calibre 30 que estaba envuelto en un pañuelo. El cura observó la escena sin perder la compostura. No parecía sorprendido por el hallazgo, como si desde hacía años supiera que ese momento llegar

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