El fenómeno que la derecha querría vivir, el que describe, es un pendulazo: el progresismo cultural sustituido por una nueva ola conservadora o directamente reaccionaria
Sally Rooney afirma que no puede publicar nuevos libros en Reino Unido por su apoyo a Palestine Action
Titulo con una trampa. Escribiendo aquí esta columna, en el contexto de elDiario.es, estoy implícitamente dando por válido que existe en España algo bien recubierto e integrado en el concepto de lo woke, alguna cosa más que un fantasma. Hace poco prologué el ensayo del filósofo estadounidense Olúfẹ́mi O. Táíwò, La captura de las élites, que habla de cómo las políticas de la identidad fueron vaciadas de sentido y convertidas en un instrumento para el uso y aprovechamiento de las élites políticas y económicas, capaces de convertir cualquier movimiento emancipador en una cáscara de sí mismo o en una camiseta.
Comenzaba ese prólogo con una cita de Santiago Abascal: “las ratas woke están saltando del barco”. Parece que, cuando se dice algo así, es autoevidente a quién se refiere Abascal: a los progres, particularmente en el ámbito cultural; al espectro de una izquierda progresista que se habría centrado demasiado en las identidades, en el feminismo o en lo queer. El fenómeno que la derecha querría vivir, el que describe, es un pendulazo: el progresismo cultural sustituido por una nueva ola conservadora o directamente reaccionaria.
Woke, en su traducción literal, con su origen en los movimientos antirracistas y en la frase “estar despierto”, ha sido asociado a una sensibilidad a flor de piel, a la crítica derechista que vería en la izquierda a unos “ofendiditos” movilizados sobre todo por lo políticamente correcto, como cuando Jordan Peterson denunciaba las supuestas restricciones a su libertad de expresión en los campus universitarios.
En España, en realidad, no ha habido una primacía de las cuestiones culturales —según a quién se pregunte, “simbólicas”, “identitarias”— por encima de preocupaciones de clase o económicas: la figura que en la pasada legislatura reunió capital simbólico para liderar después la izquierda, Yolanda Díaz, lo hizo con reformas que no tenían que ver con lo identitario, sino con lo laboral y económico. La actual sensación de inmovilismo, frustración o decepción con el Gobierno de coalición tiene más que ver con una aritmética parlamentaria imposible o la falta de acción concreta en cuestiones de vivienda que con que hayan de verdad abrazado una agenda woke: no ha habido apenas feminismo esta legislatura, de hecho. Lo más woke de lo cual se le podría acusar al Gobierno es de haber intentado sustituir su parálisis legislativa por actos simbólicos vinculados, por ejemplo, a la memoria democrática, pero no es tan fácil argumentar seriamente que los muertos en cunetas que arrastra la historia de nuestro país son una distracción identitaria en vez de una herida abierta.
No ha habido una época woke, pero sí que vivimos en un tiempo posterior a lo woke. Cuando se habla hoy de la cancelación, se hace sin tener en cuenta que la cancelación abre para muchos de los presuntamente cancelados una vía estupenda con la cual entregarse a la derechización a marchas forzadas, convirtiéndose en los heraldos contra la nueva censura: curiosa, cuando hay lugares en el mundo en los cuales hay temas de los que de verdad no se puede hablar, como en países europeos abiertamente hasta hace poco del genocidio en Gaza, o cuando novelistas célebres como Sally Rooney denuncian que dudan sobre si podrán publicar su obra próxima en Reino Unido por cómo se está calificando a organizaciones de apoyo a Palestina —a las cuales ella dona— como organizaciones terroristas.
Los cancelados ganan muchas veces una nueva vida después de cancelados. Lo triste de muchos cancelados que antes de su cancelación —por motivos muchas veces más que legítimos— tenían una obra brillante, a pesar de ser personas más bien oscuras, no es que después nadie les vaya a producir nada o que no vayan a tener financiación para volver a mundos artísticos: lo triste es que esos nuevos cancelados se vuelven incapaces de crear obras que no estén ensimismadas en su propia cancelación, más mediocres de lo que nunca lo habían sido antes del ostracismo. Pero también ganan capital simbólico en otros círculos, nuevos lectores y espectadores, su rebeldía se revaloriza: un síntoma del tiempo posterior a lo woke, sin que lo woke haya reinado, es que ser cancelado cotiza al alza.
Algo parecido pasa con todos los temas que en 2016, en los tiempos en los que todos reaccionábamos intensamente al primer mandato de Trump, eran temas sensibles: ya no lo son ni las tendencias al orientalismo ni la exotización racista, suena a algo muy alejado cualquier conversación sobre la apropiación cultural, los eslóganes pasados feministas se han convertido en discursos propicios para la imitación. El exceso en la corrección discursiva, el tono de cura reñidor, la parodia del dedito levantado: todo aquello ha acabado teniendo un efecto bumerán pernicioso, más ahora que, de pronto, un ensayo oportunista dedicado a convertir a los hombres en las principales víctimas de 2025 y denunciar la malicia y perfidia de las mujeres que denuncian por violencia de género se convierte en uno de los libros más triunfantes de los últimos meses.
Cuando se ha hablado de lo woke se ha hecho, muchas veces, para criticar que una parte de la izquierda se haya enamorado de la figura de la víctima; más que la discusión sobre lo woke, post-woke o lo anti-woke, quizá lo interesante sea comprobar cómo ahora quienes reprochaban el victimismo de los demás se enamoran de su propio rol de víctima, lo reivindican, nuevas víctimas encarnadas en hombres blancos burgueses heterosexuales, y construyen una política desde el resentimiento. Cuando la izquierda se ha des-wokeizado, signifique ese palabro lo que signifique, ¿no será la derecha la que se vuelve más woke, más victimista, sensible, ofendidita, a flor de piel? ¿No será hoy la derecha lo woke después de lo woke?

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