En la Patagonia austral, Aylen Mauricio aprendió temprano que Malvinas n o era una fecha del calendario ni un capítulo perdido en un manual escolar, era un pulso vivo, un fuego que se transmite y no se apaga. “Soy malvinera”, dice sin rodeos, con esa claridad que en Tierra del Fuego muchos llevan como identidad. La pertenencia nació en su infancia, entre vigilias de abril y relatos que estremecen. Creció con ese latido y lo siguió hasta ahora, cuando decidió cruzar, caminar esas calles, guiar a otros y vivir Malvinas desde adentro, sin perder la pisada.
Para Aylen, nacida en 1983, las vigilias son una herencia. Cada primero de abril, a las diez de la noche, cuando el otoño austral ya muestra los dientes , la plaza Malvinas de Ushuaia empieza a llenarse de un modo que solo entiende la

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