Dada la ausencia de datos, el hermetismo cómplice y el tabú con que aún se tratan estadísticamente ciertos sucesos, se hace imposible concretar cuántas mujeres al año mueren por violencia machista siendo el útil del crimen un arma de caza.

En España hay aproximadamente 11.000 mujeres que practican la caza, frente a casi un millón de hombres cazadores. No es una opinión de parte ni resulta descabellado asociar el patriarcado a la caza, toda vez que el mundo cinegético arrastra un innegable componente atávico y sólidamente jerarquizado, que vincula la virilidad con el liderazgo y la necesidad de dominación para la confirmación y el mantenimiento del estatus, aspectos estos anacrónicos en una sociedad que se presume evolucionada, pero a la vez presentes.

La perversión del lenguaje en forma eufemística o velada, el tacto con que los informativos tratan a los “presuntos” asesinos y un manto de condescendencia incuestionable, propio de la inercia, hacen que no reparemos en el goteo de noticias donde un hombre mata a su mujer con una escopeta, incluso delante de sus hijos de corta edad, y después se suicida. Y rara vez se especifica que la escopeta era de caza.

En Suiza había en 2024 entre 28 y 46 armas por cada 100 habitantes, dependiendo de la fuente y la fecha de los datos, y en Estados Unidos hay 120 armas de fuego por cada 100 habitantes, medias estas notablemente superiores a la de España, donde hay 2.445.392 armas de caza registradas y 49.442.844 habitantes, es decir, hay 0,049 armas de caza por persona. No hay que ser muy espabilado para entender que en España la tenencia de armas es un hecho casi insólito: salvo que se sea policía, militar o cazador, la posesión legal de armas (sea para defensa personal, coleccionismo o deporte) es poco frecuente. Dicho esto, cuando se usa un arma para asesinar a una mujer, podemos adivinar enseguida la más que probable procedencia del arma criminal. Incluso cuando el titular de la noticia detalla que la mujer fue degollada con un cuchillo de grandes dimensiones se nos está indicando de manera implícita que el matador usó un machete que regularmente no forma parte de la cubertería, el menaje o el ajuar de una cocina “normal”.

Cuando un ser humano es proclive a la violencia y la manifiesta en sus acciones cotidianas, ya sean bélicas, posesivas, territoriales, sádicas o cinegéticas, el patrón es similar. Existe un componente común agresivo que se manifiesta de manera natural en las relaciones con otros seres vivos, interpuestos entre sus expectativas de ocio o sociológicas y la realidad final que le pone límites. Su idiosincrasia es la de la supremacía, transmitida en la mayoría de los casos por la tradición, lejos de la educación afectiva, apartado del amor por la naturaleza y en las antípodas de la empatía ante el sufrimiento ajeno. En estos casos, el poder se impone, no se negocia. La dialéctica es para los mercaderes, para los diplomáticos, para los lingüístas. Las perspectivas opuestas, las ideologías contrarias o las distintas razones nunca pueden pesar tanto como los cojones. En consecuencia, lo que se puede resolver de un golpe en la mesa, que así sea, que tiemblen las cuatro patas. Lo que no se puede lograr desplegando la razón, se alcanza entonces imponiendo el miedo. Por eso la voz de mando y el rugido del líder, rebosantes de testosterona, no admiten réplica.

Para ello -vienen a decir- está la rutina, la raigambre. Cuarenta mil años de costumbre, desde Cromagñon hasta el coto de caza en pleno siglo XXI, nos dan la razón. Está de nuestro lado la razón bruta a través de la fuerza física o de sus distintas prótesis, como la honda, la lanza, la escopeta, la ballesta el arco o la daga. El ímpetu del guerrero corregirá lo que no entre en sus planes, a no ser que sus proyectos sean un camino despejado de elementos éticos, corrientes evolutivas, renovadas y renovadoras que no le obliguen a enfrentarse a la paradoja de que quien disfruta matando no puede ser buena persona. Los animales son cosas puestas ahí para nuestro disfrute, la Biblia nos da derecho: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza. Que tenga dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todos los animales domésticos, y sobre todo animal que se arrastra sobre la tierra”, Génesis 1:26-28. Bien es verdad que hay palabras en el Génesis que habrían permitido construir esa relación sobre el respeto, pero los humanos, con ayudas inestimables como la de Descartes, optaron por interpretar que podemos ejercer de dueños y señores de cuanto nos rodea. Las mujeres son de los hombres, y la mía es mía, me debe sumisión, como dice san Pablo en una carta a los corintios (14:34-37): “Vuestras mujeres callen en las congregaciones; porque no les es permitido hablar, sino que estén sujetas, como también la ley lo dice. Y si quieren aprender algo, pregunten en casa a sus maridos; porque es indecoroso que una mujer hable en la congregación”.

Los exámenes psicotécnicos, a veces realizados con desgana a cambio de dinero en clínicas privadas y pasivas, son tan insuficientes como deficientes para detectar a algunos sujetos que no deberían ser aptos para manejar un arma de fuego, semejantes a los que permiten a algunos conductores manejar automóviles poniendo en peligro a otros conductores y a incontables peatones inocentes.

La demagogia en la lengua crea espejismos de verosimilitud que condicionan el pensamiento subliminal estereotipado, y la reacción ante según qué hechos puede llevar implícita una disculpa del agresor y a la vez camuflar una censura hacia la víctima. Reparemos en que casi todas las herramientas diseñadas para la matanza o la coacción son de género femenino: la lanza, la honda, la flecha, la daga, la espada, la maza, la escopeta, la pistola, la bala, las esposas, la inyección letal, la silla eléctrica, la tortura, la bomba atómica... El micromachismo del lenguaje deja el lugar prominente al macho, al varón cazador, como administrador vigilante del equilibrio asignado a su género, el héroe popular del pueblo, el justiciero bonachón, conservador, que libra a los vecinos de las plagas o la sobrepoblación de las especies.

Y si las hembras se salen del redil asignado a su rol, ya sea en el hogar o en las montañas, si alteran el ecosistema sostenible dictado por matadores que se consideran a sí mismos naturalistas/conservacionistas, ¿quién les impedirá aplicar todos los medios a su alcance para restaurar las cosas y que los valores judeocristianos tradicionalmente aceptados vuelvan a ser como siempre han sido?

Hay una clara separación de la especie humana, ya elegidos los caminos posibles. Unos quieren quedarse a vivir bajo modelos arcaicos para seguir gozando de privilegios heredados, convencidos de que cualquier tiempo pasado fue mejor, y para ello, de manera consciente, dificultan el paso a los demás, negándose a cualquier viento nuevo que implique una metamorfosis. Otros, liberados de anclas folclóricas y dictados consuetudinarios, elegimos la lucha por los derechos comunes, el mundo sensitivo, las relaciones emocionales, las rutas intelectuales asertivas y, ante todo, el respeto a la vida digna de quienes pueblan el planeta con nosotros, la única deidad a la que rendimos culto.