Vivimos en la era de la susceptibilidad explosiva, donde señalar un error o recordar un deber cívico se ha convertido en un acto de heroísmo, o peor aún, en una provocación que puede costarnos la integridad. Es un fenómeno grotesco y absolutamente inaceptable: el infractor, el que comete la falta, ya no pide disculpas; ahora es él quien se ofende, se enfurece y amenaza al ciudadano decente que solo intenta mantener el orden. Hemos invertido la lógica más elemental de la convivencia. La sana crítica, el llamado de atención, e incluso un simple reproche, se han transformado en detonantes de una furia desmedida que carcome el tejido social.

El caso del taxista que apuñaló a un peatón en Medellín por reclamarle que se pasara un semáforo en rojo es el espejo más oscuro de esta patología social

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