“Un niño con un arma no es un niño, es un asesino”. La contundencia de la frase, pronunciada con la mezcla de dolor y rabia de un padre que entierra a su hijo asesinado en un atraco, refleja una cruda realidad que la sociedad no sabe cómo frenar.

Cada día son más los menores de edad que matan como adultos. Unos se integran a bandas locales, otros escogen los grupos armados de todo signo y algunos más se asocian con cualquier delincuente para cometer sus fechorías.

La radiografía de los hogares de quienes roban y matan en las ciudades arroja siempre datos y diagnósticos idénticos año tras año: mamás demasiado jóvenes, ambientes familiares tóxicos, maltratadores y pobres, horizontes inexistentes, entornos condescendientes con los delitos y políticos y expertos incapaces de diseñar rutas di

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