Casi al unísono, Donald Trump recibió una medalla de la paz –galardón creado ad hoc por la FIFA para rendir pleitesía al ególatra– y se hizo pública la nueva estrategia de seguridad de la Casa Blanca. Es difícil discernir cuál de los dos eventos resulta ser más extravagante. No disfrutando del oropel del Nobel de la Paz –por razones obvias–, Trump se conforma con cualquier lisonja de todo a cien, aunque se la ofrezca ese personaje zalamero que es el presidente de la FIFA, dispuesto a rebajarse lo que resulte necesario a cambio de obtener lo que le interesa. Tan ridículo fue el episodio que Trump se puso la medalla a sí mismo, incapaz de esperar a que alguien se la pusiera, o temeroso de que tal condecoración se quedara en la caja que la portaba y no se la viera todo el mundo.
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