En la escuela primaria hubo un cuaderno que siempre me produjo un leve temblor en las manos: el de caligrafía. A doble línea, exigente, implacable. Había que trazar morisquetas que, en teoría, “soltaban la mano” y nos encaminaban hacia “tener una buena letra”. Una tarde, cuando la campana de salida ya se preparaba para tañer, me faltaba más de media página de aquellas letras “O” entrelazadas. A mí me salían torres altísimas, pulgas diminutas —como decía mi maestro—, carrizos flacos o sandías desbordadas. Y entonces, comenzaba el suplicio: pensaba “no me van a salir” y, como profecía autocumplida, salían peor.

El segundo tormento era el borrador. Cuando lo tenía, dejaba el papel lleno de nubes grises; cuando no, lo había perdido o, peor aún, me lo había comido, distraído entre trompos, bol

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