Conocí a María Corina Machado en Caracas, en 1996, cuando ella misma me invitó a conocer su Fundación Atenea. En aquel entonces, su equipo había logrado recuperar un orfanato que se encontraba en manos del Estado y que presentaba condiciones verdaderamente caóticas. No se trataba solo de rescatar una infraestructura deteriorada, sino de devolver dignidad, cuidado y futuro a quienes habían sido olvidados.

Desde ese primer encuentro, algo en ella me resultó especialmente revelador. María Corina mostraba una sensibilidad poco común, una auténtica vocación de servicio y una educación esmerada que se manifestaba en su trato respetuoso y en su capacidad de escuchar. Esa combinación —poco frecuente— dejaba ver a una mujer profundamente humana, pero también firme en sus convicciones. Con el paso

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