La educación básica ya no se mide únicamente en libretas y uniformes, sino en la capacidad de los hogares para reordenar su consumo y resistir el alza de precios.

El regreso a clases siempre fue un termómetro económico de las familias mexicanas. No es solo una fecha marcada en el calendario escolar, sino el momento en que se cruzan tres variables centrales de la vida cotidiana: el ingreso disponible de los hogares, la capacidad del Estado para ofrecer apoyos y la dinámica de precios que impone la inflación.

Cada agosto, el gasto en útiles, uniformes, cuotas y actividades escolares funciona como una radiografía inmediata del poder adquisitivo. Y lo hace con un rasgo ineludible: no es un consumo voluntario ni postergable, sino uno obligatorio que revela con nitidez cómo llegan las familias

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