En ‘Escribir la vida. Fotodiario’ la autora realizó una selección de fragmentos e imágenes que se lee como una autobiografía

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Annie Ernaux (Lillebonne, Normandía, 1940), además de recrear episodios clave de su trayectoria en títulos tan extraordinarios como Pura pasión (1992), El acontecimiento (2000) o La ocupación (2002), tiene gran parte de su vida consignada en diarios. En 2011 publicó una primera selección de estos, con la vocación de que conformen unas memorias sobre la marcha, o una autobiografía in progress. Consciente de que hacer memoria no basta, de que los recuerdos son tramposos, el diario le parece una aproximación más fiel a la realidad, o al menos a la realidad de sus sensaciones, sus obsesiones, sus miedos en cada momento.

La escritora complementa esos fragmentos de diario con fotografías, otra fuente primaria de aquel tiempo, a modo de diálogo “portador de una verdad distinta de los demás”. El libro, en una versión actualizada que llega hasta 2022, después de la concesión del Premio Nobel de Literatura, se titula Escribir la vida. Fotodiario y ha sido publicado en castellano por Cabaret Voltaire, de la mano de la traductora habitual de Ernaux, Lydia Vázquez. El volumen no llega a las 200 páginas; la autora, tan analítica como de costumbre, ha filtrado a conciencia lo que considera más significativo para conformar una especie de narración cronológica de su vida, sin comprometer en demasía a nadie de sus allegados.

“Ayer por la noche pensé que ‘vengaría mi raza’, opuesta a la burguesía encarnada por las chicas de Le Havre”, escribió en enero de 1963. Es el fragmento con el que se abre el Fotodiario, y, ya se sabe, las primeras frases, cuando son buenas, condensan el libro entero. Es notorio, además, que las siguientes notas saltan a los años ochenta y noventa, con una Ernaux adulta que recuerda su niñez y juventud en la localidad normanda de Yvetot, entre el colmado de sus padres y la escuela para chicas. Ese apunte de 1963, en contraste, reproduce la voz de la Ernaux veinteañera, que expresa esa rabia hacia sus orígenes que se convertiría en el motor de su actividad literaria.

Porque, aunque a veces se hable de su obra como si estuviera al margen de su contexto, como si pudiera extrapolarse a cualquier entorno en cualquier época, lo cierto es que la autora siempre ha sido consciente de escribir desde un lugar muy concreto: la búsqueda de desclasamiento de una mujer de clase trabajadora, acomplejada como lo están todos los aspirantes a escritor que proceden de ambientes de carestía, que no solo no alientan la actividad artística, sino que incluso la perjudican. El estudio, la literatura, fueron sus canales de desclasamiento; el progreso social como “venganza” del trauma primigenio.

La adulta vista por la niña que fue

A falta de un diario infantil, narra esa primera etapa a través de los recuerdos: estampas de fábricas, tardes aburridas en la provincia solitaria, la herida por la hermana muerta e idealizada para siempre –Ernaux nació después de la muerte de su hermana, con la que su madre, que nunca superó la pérdida, solía compararla, como cuenta en La otra hija (2011)–, la obsesión por no engordar, los cuidados amorosos del padre, la hostilidad de la madre. Retratos que podrían pertenecer a muchos álbumes familiares: la boda de los padres, el servicio militar de él, una Ernaux con coletas y manoletinas, la tienda, los veraneos en la playa con las primas.

Es interesante cómo esta Ernaux adulta, madre a su vez, se pone en relación tanto con su progenitora como con la niña que fue: “Me vi con la mirada de mis doce años”, escribe en 1998, “una mujer madura, elegante, muy ‘instruida’, que va a hablar en público en una sala de cine de París, ese lugar desconocido; una mujer a mil leguas de mi madre, una mujer extraña e intimidante, una mujer que no me gusta”. Esa es la gran revelación: la adulta en la que se ha convertido no le gustaría a la muchacha de antaño: “Esa niña está, para siempre, del lado de mi madre. Yo soy una figura enemiga”. La mujer adulta es la que ha tomado distancia. Es la 'traidora'.

De estudiante a profesora, de lectora a escritora

Ernaux comenzó a publicar en los años setenta con Los armarios vacíos (1974), pero el éxito tardó en llegar. Durante décadas sus libros no fueron bien entendidos por la crítica –hombres blancos burgueses–, que la juzgó de impúdica o de falta de valor literario. Se tuvo que dedicar a la enseñanza de lengua y literatura, tanto de manera presencial como a distancia, aunque nunca dejó de escribir: “¿No habrá más vida que la escritura para mí?”, se preguntaba en 1963, a propósito de sus primeras tentativas literarias. “En este momento soy incapaz de pensar en otra cosa, soy la chica de las obsesiones”.

En el diario se cuelan asimismo las lecturas: “Relectura de La náusea de Sartre”, escribe en 1980. Cálculo del impacto de ese libro en mi vida […]. Un libro revelación, quizá el único para mí“. Y la música, el arte en sus múltiples manifestaciones: ”La pasión según san Mateo de Bach. Me siento conmocionada. Toda mi vida está ahí, el arte y la muerte“. El propósito de estas notas es recordar quién fue cuando disfrutó de las obras por primera vez, en un ejercicio proustiano de memoria por asociación: ”Me paso toda la tarde leyendo El segundo sexo. Progresivamente, siento cómo me transformo en la persona de 1959, la que lee […] este libro increíble“, escribe en 2007.

En 1998, reflexiona: “Quizá sea verdad que nuestra vida está en lo que hemos leído, que está ahí, depositada”. Después de leer a Simone de Beauvoir, se comprendió a sí misma en otros términos, redefinió su identidad de forma clave para su literatura: “Yo crecí sin vergüenza social, sin vergüenza sexual, y, de golpe, me cayeron las dos encima”, dice, a propósito del aborto al que se sometió. “Una doble alienación de la que extraigo todo lo que escribo, pero a ciegas”. Todo cuanto escribe parte de ese extrañamiento hacia quién fue, hacia el mundo del que procede, hacia la educación –basada en una moral rígida y el desconocimiento del cuerpo– recibida; el pasado es una herida que duele pero a la vez la nutre: “Desde siempre, siento deseo de hacer daño y al mismo tiempo sufro”.

Más que el reconocimiento literario, le preocupa pulir su habilidad para fijar con toda la fidelidad posible el testimonio de una vivencia, de una época. De ahí surge la necesidad no solo de recordar, sino de “recordar los recuerdos”, recordar lo que recordaba en cada momento, una misión condenada al fracaso, por cuanto “las fotos dicen qué parecía yo, no qué pensaba, qué sentía; dicen lo que era yo para los otros, nada más”. Todo –viajes, imágenes, arte– se evoca, en el diario, para consignar recuerdos. Si a algunos escritores la vida les despierta historias imaginarias, ella vive inmersa en el ejercicio constante de la memoria, semilla, tronco y fruto de su proyecto narrativo.

Contar la intimidad, reconocerse en la mujer que ha sido

A lo largo de los años ha escrito sobre la enfermedad de su madre, la violencia del despertar sexual, la interrupción voluntaria del embarazo, el trastorno alimenticio y los celos, entre otras cuestiones. Con frecuencia, abordar un asunto íntimo implica que haya alguien más en la ecuación (un familiar, un amante), de ahí que llame la atención cómo se ha guardado para sí una vertiente fundamental de sí misma: la maternidad. Se sabe que se divorció, que tiene dos hijos, pero, seguramente para protegerlos, nunca ha entrado en cómo se siente como madre ni en cómo es su relación con ellos. En cambio, la relación con su propia madre, el juego de espejos con ella, sí resulta providencial.

En el Fotodiario, sin embargo, nos da la oportunidad de asomarnos a ese lado desconocido: la etapa con su marido, los viajes juntos, los embarazos, incluso hay alguna foto de los hijos. En los fragmentos seleccionados no escarba como en sus novelas, pero las sucintas notas que hace son reveladoras: “Ya no consigo imaginar (mejor dicho, no consigo volver a sentir) el tiempo que pasé con Philippe”, se dice en 1994, al mirar una foto de su boda treinta y un años después. El casamiento supuso un punto de inflexión en más de un sentido: “Hasta la boda, me ‘veía’ por delante de mí misma, proyectada en el futuro. Después, me di la vuelta y empecé a verme atrás”.