Publicada en Francia en primer lugar, adonde el autor había huido del franquismo, tardó 27 años en publicarse en España y ahora, este cáustico relato de los derrotados, busca nuevos lectores de la mano de la editorial Hoja de Lata

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Corría el año 1961 cuando el escritor, periodista y traductor Miguel Salabert (Madrid, 1931-2007), exiliado en Francia, publicó El exilio interior, la novela que popularizaría el concepto que él mismo había acuñado unos años antes, en un artículo, para referirse al estado de desamparo intelectual que sufrieron muchos creadores que, dentro o fuera de España, durante la dictadura se encontraron con la negación de su marco cultural e ideológico, las alas cortadas a la hora de crear y, por extensión, de realizarse, de vivir. Ante ese panorama, no les quedó otra alternativa que “exiliarse” dentro de sí mismos.

La novela, la única que publicó el autor, no vio la luz en España hasta el año 1988, un hecho que contrasta con la buena acogida que tuvo en otros países, después del interés despertado por su traducción al francés. Escribir en el exilio le dio la libertad de narrar la miseria de la posguerra con más libertad que los novelistas que permanecieron en el país; además, Salabert expresa el punto de vista de la clase obrera, los derrotados entre los derrotados, una conciencia rebelde que no se achanta ante la autoridad ni cuando se sabe vencida.

Con su tardía llegada al mercado editorial español, la sociedad se perdió mucho más que una radiografía de aquellos años; se perdió una novela picaresca corrosiva y entretenida, muy fácil de disfrutar, que parece haberse escrito con una carcajada irónica de fondo. La buena noticia es que ha envejecido bien, y Hoja de Lata, la misma editorial que rescató del olvido a Luisa Carnés, ha tenido el acierto de recuperarla en una edición que cuenta con una introducción exhaustiva de los estudiosos Isabelle Touton y Germán Labrador, y un epílogo de la hija del autor, la también escritora Juana Salabert.

Venturas y desventuras de un niño de la posguerra

En la primera parte, “Los años inhabitables”, el narrador, Ramón, relata su infancia en Madrid entre 1936 y 1951. Con su padre en el frente, la figura de la madre gana poder en casa, una autoridad que mantendrá tras el final de la guerra. La mujer tiene el talante agrio de quien ha tenido que poner valor para salir adelante, lo que se traduce en dureza en la crianza de los hijos. Allí, cada cual trata de sobrevivir como puede: el hermano de Ramón se revelará el verdadero pícaro que no duda en sacarse un sobresueldo de forma poco ética, mientras la madre se mantiene honrada en su pobreza, trabajadora abnegada sin esperanza en el porvenir.

El protagonista es el estudioso, aunque eso no significa que tengan demasiada confianza en su futuro. Y también tiene su faceta de pillo: no le importa mezclarse con maleantes, es un niño con mucha calle. En su mundo, la violencia está normalizada: la de la guerra, y la del hogar, la del colegio, la del barrio, la de los hombres hacia las mujeres. Es subrayable esta temprana atención a la violencia machista, desde la perspectiva del muchacho que toma conciencia de ello al ser testigo de una violación. Las demás violencias las tiene asumidas; en ese contexto, la violencia, física y verbal, está normalizada. No la narra desde el victimismo, sino como quien cuenta qué ha comido ese mediodía.

Es la gran virtud del autor: el tono, un humor socarrón que blasfema, se ríe de todo, es áspero y crudo pero sin llantinas, como una risotada de mala leche; picaresca española en estado puro. La religión le sirve para ironizar sobre el catolicismo; y lo mismo vale para la diferencia de clases, la tiranía de los profesores o el embrutecimiento materno. El propio narrador anda (verbalmente) desatado: parece hablar a lo bruto, solo que en realidad juega, y muy bien, con los giros verbales y el humorismo. No hay nada más inteligente que tirar de gracia para retratar las penurias sin autocompasión ni dramas.

El muchacho toma conciencia de la violencia machista al ser testigo de una violación. Las demás violencias las tiene asumidas; en ese contexto, la violencia, física y verbal, está normalizada. No la narra desde el victimismo, sino como quien cuenta qué ha comido ese mediodía

Esta primera parte, la más extensa, reúne los dos grandes pilares de la formación de un muchacho: la familia y el colegio. Este último, un internado de capuchinos: Ramón no tiene vocación, pero entrar ahí es una oportunidad para los pobres, de formarse sin pagar y de escapar de una casa asfixiante. Solo que no tarda en comprobar que lo de “irrespirable” se aplica asimismo al centro; las travesuras serán su rebeldía, mientras desgrana la influencia tan dispar que tienen los frailes en él.

Adultos heridos por la guerra

Salabert sobresale en su retrato de personajes: la madre, una costurera sacrificada por los hijos, dura, visceral, una mujer enfadada con el mundo que, como tantas otras, se guía por el instinto de supervivencia. Es una percepción de la maternidad tan diferente de la actual, sin cariño (o un cariño menos evidente) y con el azote siempre a mano. Es una mujer humilde, trabajadora, cansada, cabreada, al límite. Encarna el enquistamiento del sufrimiento, de la lucha de las mujeres con el marido ausente. El autor reivindica a esa generación sin idealizarla: su persistencia fue clave, pero también despiadada.

El padre, condenado tras la guerra, tarda en regresar. El hecho de crecer sin la figura paterna es otro tema fundamental, con una impactante escena en la que le dicen quién es, pero no lo reconoce. Poco a poco, se revela más de este hombre: era catedrático de instituto, un profesor idealista que se implicó en la resistencia y lo pagó. Su naturaleza tranquila y cultivada crea un contraste interesante con la madre, que descubre a Ramón otra forma de estar en el mundo. Los tramos más reflexivos –sobre la estancia del padre en la cárcel o el campo de prisioneros, o la falta de noticias suyas en casa– se refieren a él; una mirada rica a más vertientes del conflicto armado.

La segunda mitad del libro está más concentrada, tiene una carga política más evidente, no es de extrañar que no pasara el filtro. El autor va por delante de muchos coetáneos; con el exilio adquirió, al menos, esa libertad de denuncia

Salabert es un escritor incisivo, mordaz, pero bajo esa voz correosa, trabajada de manera excepcional, hay un retablo social espléndido en el que tienen cabida el afecto (la prima Andrea, que despierta en el narrador sentimientos que nadie más de la familia le inspira) o las reflexiones, sobre todo a medida que el narrador va madurando, algo que se refleja por ejemplo en la evolución del trato con su madre o en la meditación sobre la dificultad de los hombres para reintegrarse en la sociedad a su regreso de la guerra. A esa madre sola, de hecho, está dedicado el breve interludio.

El joven inconformista

En la tercera parte, “El tiempo estancado”, el protagonista retoma su relato, convertido ahora en un joven estudiante desencantado. Siguiendo la máxima de Dickens de que, si un libro ha de tener una parte cómica, que sea la primera, adopta ahora un registro más serio, acorde con la conciencia crítica del narrador. El diálogo con sus compañeros de estudios marca el ritmo: compromiso político, críticas a la educación franquista, a la institución del matrimonio, a la Iglesia, al yugo sexual sobre las mujeres, al conflicto interno entre dejarse corromper o mantenerse íntegro a pesar de todo.

'El exilio interior' da vida a un protagonista vivaz, que se expresa con una voz enérgica, mordaz y penetrante que revela la posguerra en toda su sordidez y su hipocresía social

Y la vida perra de cada cual. Aunque el narrador sea uno, a través de su mirada abarca a muchas víctimas de su tiempo; hasta los secundarios se perfilan en pocas pinceladas. La segunda mitad del libro está más concentrada, tiene una carga política más evidente, no es de extrañar que no pasara el filtro. El autor va por delante de muchos coetáneos; con el exilio adquirió, al menos, esa libertad de denuncia. Es hábil en múltiples registros –del realismo social a la comicidad pura, de lo escatológico a lo filosófico, de la ternura a la ferocidad–; y, no menos importante, terriblemente ameno y dinámico.