La verdadera experiencia inmersiva de Van Gogh sigue viva en la Provenza. Viajamos al sur de Francia tras los pasos de los maestros de la pintura postimpresionista para descubrir los rincones donde nació una nueva forma de mirar y de pintar: la luz y el color que originaron las vanguardias del siglo XX

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Era la segunda mitad del XIX y dicen que, al conocerse, se despreciaron mutuamente. Van Gogh entendía el arte como herramienta para expresar sus sentimientos. Cézanne como un acto meramente cerebral: forma y materia. Pero, aunque ellos nunca lo sabrían, el destino les uniría bajo la etiqueta de “postimpresionistas”, a pesar de que su único punto en común era el rechazo a las limitaciones que les precedían.

Casualidad o causalidad, esas dos visiones tan opuestas fueron bañadas por la misma luz que da color a los paisajes de la Provenza francesa. Ponemos rumbo al norte para viajar hasta el interior de sus cuadros y visitar los lugares retratados por los maestros de la pintura moderna.

Arlés: la ciudad donde Van Gogh encontró el color

En poco más de un siglo, algunos de los motivos capturados por Van Gogh han desaparecido por completo. La mayoría, devorados por el hombre: bombardeados por la guerra o engullidos por edificaciones con demasiada prisa por alzarse sobre la historia del arte.

Otros, en cambio, son aún reconocibles. Paisajes donde se pueden identificar algunos árboles, apenas un palmo más grandes, bajo la luz que trajo al holandés hasta la Provenza. Aquí cambiaría para siempre su paleta de colores –hasta entonces más sombría– y pintaría sus cuadros más famosos.

Nos adentramos en esta ciudad reposada y con un toque decadente, a la que Van Gogh llegó huyendo del bullicio parisino. En la capital, había descubierto a los impresionistas y trabado amistad con Gaugin pero, a sus treinta y cuatro años, era su hermano Theo quién lo mantenía.

Las calles empedradas, las casas bajas con contraventanas de madera y sus fachadas de colores dan comienzo a un viaje en el tiempo, como si acabásemos de subir al escenario de una obra de teatro, una de un Victor Hugo más alegre. En Arlés la esencia del pasado permanece y, a diferencia de la “experiencia inmersiva” de Van Gogh, hasta aquí no llegan hordas de turistas.

Es posible elegir mesa para cenar frente al Café Van Gogh, en pleno centro, que recuerda a uno de los cuadros más famosos del pintor. Pero el local, que cerró tras la bancarrota de su dueño, nunca estuvo exento de polémica. Los comerciantes locales aseguraban en Le Monde que se trataba de una farsa pues su localización habría estado en la plaza de Lamartine, bombardeada en la guerra.

Sin embargo, en fuentes tan poco sospechosas de querer convertirlo en una trampa para turistas como el museo que lo alberga descubriremos que el título completo es Terraza del café de noche (Place du Forum): la plaza misma donde el Café Van Gogh echó el cierre.

La confusión podría venir de este otro cuadro del interior de un bar situado en la plaza Lamartine. Hoy apenas reconocible tras bombardeos y reconstrucciones, en esa plaza estuvo también La casa amarilla a la que Van Gogh se mudó con el afán de convertirla en residencia para artistas.

Allí pintaría Los girasoles, La habitación o La silla y viviría dos meses con Gauguin hasta que el holandés decidió cortarse la oreja tras confrontar a su amigo. Al día siguiente, Van Gogh fue hospitalizado y Gauguin y él nunca volverían a verse.

En el antiguo hospital, hoy rodeado de tiendas de souvenirs llenas de noches estrelladas, es donde percibo por primera vez esa sensación extraña al comparar motivo y obra. Y es que árbol, arcos y fuente nos llevan a una búsqueda imposible por encontrar el punto exacto desde el que fue pintado. Tardaré en darme cuenta de que esa perspectiva exagerada e imposible se aleja de la realidad para llevarnos hasta su estado de ánimo.

Saint-Rémy-de-Provence: el lugar donde Van Gogh intentó sanar

A media hora en coche desde Arlés, encontraremos este pueblo tranquilo donde el pintor decidió internarse en 1889 en un antiguo monasterio. Aquí pintaría ciento cincuenta cuadros en su penúltimo año de vida.

Comenzaremos en el centro, siguiendo las tachuelas metálicas que nos invitan a recorrer el Saint-Remy de Van Gogh desde la avenida que toma el nombre del pintor. Serán ellas las que nos guíen desde muros de cemento construidos sobre campos de trigo hasta una oficina de turismo sobre la vista de La noche estrellada que Van Gogh pintó desde el monasterio.

La esencia que en Arlés encontramos casi a cada paso se disuelve en este pueblo que parece haber cambiado tanto hasta que, antes de perder la esperanza, la naturaleza se abre paso en el camino.

Entonces sí, empieza el juego. El de intentar reconocer las ramas torcidas de los pinos o calcular cuánto crecen los olivos en cien años. Cambiar de acera para buscar la disposición de los cipreses o caminar hasta desenmascarar los Alpilles –pequeños Alpes– tras los árboles.

Cruzar la línea imaginaria que separa la mirada del pintor de caminar dentro de un cuadro. Oler sus árboles, escuchar el silencio con el que intentó calmarse, pisar sus campos y entender por qué fue aquí, bajo esta luz donde el amarillo resulta más amarillo –cómo es posible– y cada hora muestra un paisaje diferente.

Según nos acercamos al sanatorio, reaparece esa visión distorsionada al contraponer cuadro y motivo. Las formas estiradas de los árboles –que parecen hechas desde un punto más elevado– hacen pensar que el holandés debió ser un hombre muy alto y sin embargo sus descripciones hablan de un hombre de mediana o incluso escasa estatura: su perspectiva distorsionada es otro elemento intencional precursor del expresionismo.

Llegamos al antiguo monasterio de Saint Paul de Mausole, un oasis de paz donde es posible visitar el cuarto del pintor, el claustro o el patio de lirios. Desde un estudio habilitado para él, Van Gogh pintaría muchos de sus cuadros más famosos en periodos de reclusión tras ingerir sus pinturas en un intento de suicidio.

Parte del edificio funciona aún como psiquiátrico y el resto se ha convertido en un lugar de peregrinaje que Van Gogh difícilmente pudo imaginar. Rechazado por los impresionistas debido a su excentricidad y su falta de academicismo, solo vendería un cuadro en vida.

Ese será uno de los motivos por los que un año después, tras trasladarse al norte de París, cerca de su hermano Theo, y descubrir la mala salud de su sobrino, se sentirá responsable de su ruina y se pegará un tiro en el pecho. Su hermano morirá meses después, tras un ataque de locura.

Cézanne: el arte de lo inexplicable

“Mucho se ha escrito acerca del secreto del arte de Cézanne; se han sugerido explicaciones de todas suertes acerca de lo que se propuso y lo que consiguió. Pero estas explicaciones siguen siendo incompletas; incluso a veces parecen contradecirse”, dice Gombrich en La historia del arte: “El mejor consejo es ir y contemplar las obras en el original”.

Le haremos caso. Seguiremos camino hasta Aix-en-Provence, su ciudad natal, a apenas una hora de Arlés. Más bulliciosa y señorial pero teñida por la misma luz de la Provenza. Empezaremos en esta casa de campo –antes situada a las afueras, hoy en pleno centro– que el padre de Cézanne compró cuando él tenía veinte años.

Habían rechazado su solicitud en la escuela de Bellas Artes y su padre le consiguió un trabajo en su banco, pero Cézanne quería convencerle de que tenía futuro en la pintura y pintó doce murales en las paredes del salón que, cuarenta años después, serían arrancados al vender la propiedad.

Cuando, en 2018, el ayuntamiento compró la casa y empezó a restaurarla descubrieron una pintura oculta bajo el yeso. No sabemos si fue entonces cuando se dieron cuenta de que la fama de excéntrico y malhumorado del pintor había eclipsado su talento durante demasiados años y decidieron traer a la ciudad 130 de sus obras para compensar su olvido.