Los Teatros del Canal han comenzado su programación este curso con una reposición. Pero no es una reposición cualquiera, sino una de las obras que la temporada anterior sorprendió a propios y extraños con uno de los mejores montajes de Valle-Inclán en muchos años, con permiso del Luces de bohemia dirigido por Eduardo Vasco. Se trata de Los cuernos de don Friolera, un puro escopetazo a la moral católica y española del siglo XX que el autor gallego escribió justo hace cien años.

Las palabras a este periódico de uno de sus protagonistas, Roberto Enríquez, don Friolera, resumen a la perfección la irrupción de este montaje: “No sé si debería decir esto, pero lo digo, creo que los primeros sorprendidos fueron los propios Teatros del Canal”. Nadie se esperaba una reacción del público tan favorable. La obra es difícil y no es tan conocida como otros títulos del gallego. La principal culpable de todo esto es Ainhoa Amestoy (Madrid, 1977), directora de larga trayectoria que fue nombrada artista residente de los Teatros del Canal y a la que se encomendó trabajar sobre el siglo XX y XXI.

Los cuernos de don Friolera está escrita justo después de Luces de bohemia . Es la continuación de su teatro del esperpento y es la primera parte de Martes de Carnaval , trilogía brutal en la que Valle ataca y denuncia los males de la sociedad española. La trilogía es un acto de sabotaje, de pura agresión a la España de su tiempo, a la dictadura de Primo de Rivera y a la moral católica, patriarcal y estamental que la sostiene. Las dianas a las que dispara Valle son, sobre todo, dos: el Ejército y el autoritarismo del hombre sobre la mujer sostenido en una falsa moral.

'Los cuernos de don Friolera' en los Teatros del Canal

En Los cuernos de don Friolera el teniente Astete, don Friolera, se entera por un anónimo de que su mujer doña Loreta (Lidia Otón) le está poniendo los cuernos con su amigo el barbero, don Pachequín (Nacho Fresneda). Don Friolera pertenece al Cuerpo de Carabineros, cuerpo que se ocupaba de las fronteras y perseguía el contrabando y que en el franquismo se incorporó a la Guardia Civil.

La acción comienza en Santiago el Verde, localidad en la frontera con Portugal. En muy pocas jornadas veremos cómo ese anónimo, falso, proveniente de las malas lenguas, provoca que don Friolera intente matar a su mujer y acabe matando, por error, a su propia hija (Iballa Rodríguez).

La obra tuvo que esperar más de 30 años para estrenarse. Lo hizo en 1958 en el Teatro de la Comedia, censurada hasta en su título ( Don Friolera tuvo que llamarse, el censor de tal ocurrencia no fue otro que Rodolfo Martín Villa ). Desde entonces, muchas veces ha sido representada sin su prólogo y su epílogo, tan solo con la parte central.

Valle, aparte de la crítica social, introduce a través de esta estructura metateatral todavía hoy rompedora, la crítica hacia la tradición española del drama de honor y de la exaltación de los valores patrios del teatro burgués de su época que en esta obra están representados por Calderón de la Barca y Espronceda.

“Desde el principio tuve claro que había que hacer las tres partes”, explica Amestoy. En la primera de ellas, se cuenta la historia con títeres humanos a través del bululú —actor que recorría los pueblos en solitario— de Fidel, “donde Valle basa la estética de su teatro del esperpento y su teoría del distanciamiento”. La segunda, con “la mirada del propio Valle que es la parte central de la obra”. Y la parte final, “el Romance del Ciego, donde se expone una mirada que ensalza al personaje como héroe”, detalla la directora.

“Sin las tres partes la obra es incomprensible. Por eso Valle habla de trigedia” , explica Amestoy. La directora afirma que la otra decisión que también tuvo clara fue la de incluir todas las anotaciones al margen del texto en las que Valle describe los ambientes y los personajes, “en ocasiones, las didascalias de los autores son simples indicaciones, posibilidades para una comprensión mayor para el lector o receptor de la obra de teatro. Pero en este caso, claro, Valle las transforma en literatura. Son tan importantes como el propio texto”.

Estas dos decisiones son dos de los primeros aciertos que el espectador percibe en el montaje. La palabra de Valle, describiendo los ambientes y los personajes, va inundando el oído y el imaginario del espectador. Lo mete en situación, lo embriaga unas veces sensorialmente, otras, punza la descripción de cada personaje, los destroza con dos palabras y los deja pululando por el escenario.

Lidia Otón (doña Loreta) y Nacho Fresneda (don Pachequín) en un momento de galanteo

La primera escena, en la que Enríquez y Fresneda interpretan a Don Estrafalario es apabullante y se mete a toda la platea en el bolsillo. Allí estos dos “vascongados” teorizan sobre el arte y sobre España. Tiene el texto la altura de Valle, pero pasado por el tamiz de los pensadores euskaldunes, desde Unamuno a Jorge Oteiza, esa capacidad de aunar lo popular y lo elevado, lo folk y lo religioso.

Valle utiliza esta escena para dejar clara su posición, en boca de Don Estrafalario: “Mi estética es una superación del dolor y de la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos, al contarse historias de los vivos, este tabanque de muñecos sobre la espalda de un viejo prosero, para mí, es más sugestivo que todo el retórico teatro español”, comenta después de ver el bululú. El prologo acaba con una defensa de la estética del creador como demiurgo que mira con distanciamiento a sus personajes; más que con distanciamiento con “supremo desprecio”.

Pero Amestoy le lleva la contraria al propio autor en el montaje y propone otro derrotero: “Hemos intentado abordar la obra desde una perspectiva muy humana, porque a veces con lo grotesco se va mucho a la forma, pero se pierde el fondo. Hemos querido comprender la vulnerabilidad de los personajes para luego conseguir llegar a ese distanciamiento, partir de esa verdad de los personajes para luego ir amplificándola en ese camino hacia la deformación”, explica.

Un don Friolera humano y ridículo

El claro ejemplo de esta “humanización” es el personaje de don Friolera que protagoniza Enríquez. Enríquez es uno de los actores de teatro más bregados desde que, recién salido de la escuela dramática de Valladolid y comenzando estudios en Madrid, lo llamaron para interpretar el papel de Fortinbrás en un montaje de Hamlet en 1989 en el Centro Dramático Nacional. “Aquello fue de película, con 21 años me vi ahí haciendo un Shakespeare con Berta Riaza, Alberto Closas, Ana Belén, José Luis Gómez…”, recuerda este leonés que ya lleva más de 35 años encima de un escenario.

Desde aquel montaje dirigido por José Carlos Plaza vendrían muchos otros. Luego llegaría la televisión y el cine que siempre ha compatibilizado con el teatro. Hoy, desde la veteranía, explica a este diario cómo ha entendido el personaje: “A don Friolera le toca hacer algo, lavar su honra y matar a su mujer porque un militar no puede ser cabrón, para lo que su naturaleza no está dotada. No es un Otelo, es un Hamlet bufo, lleno de humanidad, que acaba haciendo algo a lo que los demás le van empujando”, sentencia.

“Este don Friolera no es un militar al uso, es anticlerical y le gusta la filarmonía y vivir relajado. Creo que si se hubiese enterado de la supuesta infidelidad de su mujer de manera íntima no hubiera hecho nada, es el escarnio social lo que le empuja”, sigue explicando, “quizá alguien diga que ya está el actor defendiendo al personaje y que me pongo muy intenso, pero realmente creo que la historia lo que narra es un asesinato colectivo. El chismorreo, la falsa moral, la estulticia de los militares que al mismo tiempo que roban y violan defiende su código moralista… Valle lo que nos habla es de una sociedad de mierda”, sentencia.

Un momento de la obra donde se aprecia la escenografía mínima de Tomás Muñoz

El montaje, además, está lleno de aciertos: la escenografía vacía donde van apareciendo los diferentes espacios con mínimos gestos y cambios; el enrejado que corta a los personajes “como si fueran guiñoles”, en palabras de Amestoy; la eficaz animalización de los personajes que tienen su parangón en el trabajo de Ester Bellver en el papel de Tadea Calderón (nótese la mofa de Valle al sacrosanto autor del Siglo de Oro) que se convierte en una lechuza divertidísima propia de una película de Hayao Miyazaki; en la capacidad pictórica, pero sin hacer hincapié, de la obra, como por ejemplo a la salida del cementerio en la escena tercera en que sin uno darse cuenta el espacio se convierte en el cuadro de Goya La nevada .

Y, también, cómo no, en el movimiento y juego teatral de la pieza donde se mezclan géneros, sin pudor y se abraza el humor irreverente. El montaje, por momentos, tiene ritmo eléctrico, los actores encargados de los personajes menores (hay un elenco de ocho intérpretes) se desdoblan, ayudan, narran y juegan siempre añadiendo, sumando.

Ester Bellver (doña Tadea) y Roberto Enríquez (don Friolera)

Especial mención a Miguel Cubero y su tremendo romance del ciego final, aflamencado, musical, entregado y virtuoso. Es de ley apuntar que, entre los actores, muchos (Otón, Bellver, Cubero) provienen de la escuela del Teatro de la Abadía y del magisterio de José Luis Gómez. “Para mí es importante reivindicar a los maestros y Gómez lo es, yo me dejé obnubilar por ese Retablo de la lujuria, la avaricia y la muerte (1995) que tanto marcó a la gente de mi generación, para mí la obra es un pequeño gran homenaje, el que yo puedo hacer”, indica Ainhoa Amestoy.

Este Los cuernos de don Friolera no es un montaje disruptivo, ni formalista, pero está lleno de vida, de intención y de saber teatral. La obra, producida por Teatros del Canal, ya ha comenzado gira este verano, después de su reposición en Madrid y de una pequeña gira por la Comunidad, la obra estará en octubre en Alicante y Toledo; en febrero en Palencia, Salamanca, Ponferrada; y en marzo en Las Palmas, Tenerife y Melilla.

Por ahora, todavía la gira no está cerrada, el último bolo es precisamente en el Teatro Romea de Murcia, donde intentó desembarcar aquel censurado montaje de 1958. Las fuerzas telúricas murcianas, a través de un furibundo artículo en La Verdad titulado Protestamos consiguieron que la función no se realizase. Decían, entre otras lindezas, en aquel largo e irrepetible artículo: “¿Desde cuándo el vanguardismo y el progreso y los avances de la humanidad se han hecho apoyándose en el vicio? Y, ¿es que por vanguardismo vamos a resucitar ahora a Valle-Inclán –y a este Valle-Inclán, precisamente–?”. Se dio una función a puerta cerrada para los cercanos. El 18 de abril, en el Romea de Murcia, sonará de nuevo la voz de Friolera, triste fantoche, gritando aquello de: “¡Vengué mi honra! ¡Pelones! ¡Villa de cabrones! ¡Un militar no es un paisano!”.