‘Desplazar el silencio’ es una reflexión de la pintora, poeta y pensadora de origen libanés escrita a los 95 años

“Cuando escribo historias, soy alguien que está en su patria”: Natalia Ginzburg, la mujer discreta detrás de una escritora excepcional

Cada vez vivimos más años, o eso dicen las estadísticas, pero pocos tienen la fortuna de alcanzar una edad provecta con la lucidez con la que lo hizo la polifacética Etel Adnan (Beirut, 1925-París, 2021). Tras completar sus estudios en Filosofía entre la Sorbona, la U. C. Berkeley y Harvard, desarrolló una fecunda carrera en las artes visuales, la poesía y el pensamiento. Creció en el Líbano, pero en su juventud de marchó a estudiar a Francia y Estados Unidos, países de los que acabó adoptando la nacionalidad. Escribió en árabe, francés e inglés; se sentía de muchas culturas, y esta amalgama de influencias nutre su obra.

Tal vez su faceta más conocida sea la de pintora abstracta, aunque su último libro pone de relieve su brillantez, además, como pensadora. Desplazar el silencio (2020; Tránsito, 2025, trad. Laura Salas Rodríguez) es un texto breve difícil de catalogar, algo así como una meditación erudita acerca del sentido de la existencia y el futuro de la humanidad, desde la mirada de una mujer que cuando la escribió ya superaba los noventa años. La editorial lo presenta como un libro que “rompe el tabú de escribir y hablar sobre la propia muerte […] escrito con la gracia, la madurez y la sabiduría de una mujer que dedicó su vida al pensamiento y al arte”.

El texto es un concentrado de pequeñas reflexiones que van de lo universal a lo urgente, del arte al activismo, de la mente al cuerpo, del pasado al presente. En lugar de narrar su vida de forma pormenorizada, como unas memorias al uso, la autora pasa por encima de las experiencias personales para centrarse en el legado simbólico, es decir, en un tipo de vivencia más intelectual, el poso que le han dejado las lecturas, el arte, la música y otras fuentes inmateriales de enorme valor para esculpir el espíritu. No hace falta conocer su trayectoria profesional para que sus cavilaciones resuenen: lo ha depurado todo hasta lo esencial de tal manera que atañe a cualquiera, en cualquier parte, en cualquier momento.

Frente a la narrativa contemporánea, Etel Adnan regresa a los clásicos grecolatinos: son un pilar atemporal en el que encuentra a un interlocutor para sus preguntas existenciales, aunque sería mejor decir que nunca los abandonó del todo, que están ahí, como el fondo de armario al que, consciente del carácter efímero de las tendencias modernas, cada vez recurre más. Echa de menos, por ejemplo, “la energía cósmica de la antigua Grecia. Amaban a sus dioses, a quienes se les concedía todo menos el poder supremo”. “El suyo era un mundo cruel y descarnado” que igual mente echa “de menos”.

Esa nostalgia de las certezas, acrecentada por la pérdida de relevancia de las religiones monoteístas en Occidente y por la progresiva sustitución, desde hace más de un siglo, de los grandes relatos del siglo XIX por una narrativa fragmentaria, experimental, metaliteraria y con la identidad en crisis, es una de las características de este tiempo. En contraposición, los clásicos –también de otras disciplinas y no tan antiguos: Tolstói y Dostoievski, Goya y Picasso, Schubert y Miles Davis– son un escalón firme al que volver, lo mismo que la naturaleza que se mantiene indomable a la acción humana: “El mundo exterior me trae muchas más cosas que lo que llamamos el interior”.

El oráculo de Delfos, los héroes mitológicos, la filosofía de Platón y Aristóteles; vuelve a ellos una y otra vez, traza paralelismos con su biografía, con sus inquietudes, con los conflictos del presente: “Cogí una cinta que se había caído de un paquete y algo me dijo que tenía el hilo de Ariadna en mis manos… y me hallo camino del Minotauro, muerta de miedo, pero atraída como un imán. El miedo en sí tiene un poder hipnótico”. Desde el principio reconoce el miedo en esta etapa de su vida: “El tamaño del futuro no es más largo que este callejón. Y las preguntas caen y decaen. […] Lo que no falta es miedo”.

No teme admitir la decrepitud del cuerpo, que la va limitando de forma progresiva: “No oigo muchas cosas”, comenta, “porque soy dura de oído, y acojo con alegría esa forma de descanso”. El temor ante lo que vendrá, los problemas de insomnio, el deterioro de las facultades o la reducción de la movilidad, con la consiguiente pérdida de autonomía, conviven con una lucidez mental insobornable, en busca de aquello trascendental “como cuando eras niña […] estar dispuesto a llegar al final de cualquier cosa, como quemarte los ojos, metafórica y físicamente, por mirar largo rato el sol”.

Esa conexión con la naturaleza, esa armonía con el entorno no sometido al ser humano, y por lo tanto libre, cíclico y armónico según sus propios ritmos, le recuerda que todos estamos integrados en algo más grande que nos sobrevive, en renovación constante. No se autocompadece por su declive, sino que acepta su estado con serenidad, sin alterarse. La contemplación, esa mirada absorta hacia cualquier acontecimiento menudo, se revela mucho más que un consuelo: es lo que da un sentido a sus días, aquello por lo que merece la pena seguir vivo; aun con sus limitaciones, sigue habiendo mucho a lo que prestar atención, mucho ante lo que todavía puede delectarse.

No oigo muchas cosas porque soy dura de oído, y acojo con alegría esa forma de descanso

Por ejemplo, “ver que ha bajado la marea y observar cómo los patitos siguen a su madre en busca de la cena es un camino seguro hacia algún tipo de iluminación”. Se maravilla por igual ante la montaña que frente al mar, ambos inconmensurables, sublimes para la, a su lado, raquítica escala humana: “Contemplar las mareas me acerca al absoluto […]. La sensación de que todos los momentos repiten el que dominó sobre la creación del mundo me abruma de beatitud”. Y aunque reconoce que el exterior también abarca “todos los horrores que conocemos”, sus maravillas (ríos, montes, lluvias) la “arrastran a sus propias identidades, silencian el mundo”.

En el texto, que no sigue más orden que el fluir de la conciencia de una autora que se ha preocupado por todos esos temas y más a lo largo del tiempo, se cuelan asimismo esas tensiones actuales que han sacudido el planeta: de los terribles incendios de California al movimiento Black Lives Matter –se extendió a nivel mundial en 2020, tras la muerte de George Floyd a manos de la policía, pero en Estados Unidos había comenzado antes, en torno a 2013, cuando comenzó a utilizarse el hashtag–, de la crisis de la atención a la indiferencia hacia las guerras. “Acabamos considerando la moralidad como un lujo prescindible. El festín sangriento continúa, y lo contemplamos con total indiferencia”.

Hay algo en los libros escritos en la vejez, durante una enfermedad terminal o acerca del duelo por un ser querido, que ofrece al lector no tanto un consuelo como una compañía, un amparo. Los seres humanos nos igualamos en el sufrimiento; la conciencia de la muerte nos hermana con una humildad de la que carece cualquier otra experiencia. No importa que nuestro bagaje sea distinto; al final todo se reduce a lo primordial, que no cambia. La voz de Etel Adnan recuerda a la de Pia Pera en Aún no se lo he dicho a mi jardín (2011), escrito durante su enfermedad (esclerosis lateral amiotrófica o ELA). Ambas nos regalan su sabiduría, nos enseñan a ver el milagro de una flor que se abre.

Desplazar el silencio se puede leer como el destilado de una vida, las últimas palabras de una artista, una poeta, una intelectual, una cosmopolita; quizá, por encima de todo, de una mujer atenta, que absorbe el aire de su época y, todavía más, lo digiere para darle forma constructiva. Con templanza, sin exaltarse pero sin mantenerse impasible ante las atrocidades del planeta ni ante los estímulos que nos distraen. Y con algo parecido a la esperanza, pese a todo: “Nunca, a lo largo de mis vagabundeos, he olvidado la luz”. En este libro comparte un poco de ella.