El Senado de la República debería ser la cámara reflexiva, la tribuna más alta del debate nacional, el espacio donde se confrontan proyectos de nación y se piensa en el largo plazo para diseñar el futuro del país. Sin embargo, la realidad que hoy ofrece dista mucho de esa aspiración constitucional. Lo que presenciamos en cada sesión es más cercano a un circo grotesco que a un ejercicio parlamentario: insultos, gritos, desplantes, riñas verbales y físicas que han reducido la investidura senatorial al espectáculo más burdo. Es la degradación de la política mexicana en vivo y a todo color.

No siempre fue así. En otros tiempos, el Senado podía presumir de voces que, con sus intervenciones, marcaron época. Belisario Domínguez se atrevió a denunciar la dictadura de Huerta, aun a costa de su vid

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