En la penúltima de feria, cuando la plaza abre sus puertas para la corrida de rejones, La Glorieta se reviste de un aire distinto . El bullicio no nace solo del ruedo, sino también de los tendidos, convertidos en un mosaico de colores y gestos. Caras diferentes a las de otras tardes, cuadrillas de amigos, y de vuelta los sombreros y abanicos ocupando su lugar, como si cada asiento guardara la memoria de festejos pasados.

Lo que se anunciaba en esos prolegómenos, sin embargo, no fue exactamente lo que ocurrió. El calor inicial fue apenas un preludio de lo que vendría: una tormenta que aguó la tarde hasta acabar en suspensión tras el cuarto , con el albero transformado en un lodazal.

El ambiente del rejoneo tiene su propio compás. No es la tensión contenida del toro a pie, sino una exp

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