En Carandiru, la cárcel más grande y superpoblada de América Latina, todo era monstruoso. Tenía una capacidad para 3.250 presos, pero para mediados de 1992 había casi siete mil, de los cuales más de dos mil estaban hacinados en el Pabellón Noveno. Muchos de los reclusos no tenían condena firme, sino que estaban detenidos a la espera del juicio. A cargo de la cárcel estaba el director José Ismael Pedrosa, un hombre de extensa trayectoria en el Servicio Penitenciario brasileño, en cuya foja de servicios se combinaban las felicitaciones de las autoridades con denuncias de represión injustificada y violaciones de los derechos humanos. Así estaban las cosas, cuando dio la orden que provocó la mayor masacre de la historia carcelaria de Brasil : 341 policías militares, armados con armas pesadas

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