El discurso de demonización del migrante se basa en una identidad española cerrada y excluyente, un nacionalismo identitario que proclama su esencia blanca y cristiana y además culturalmente tradicional

Hace 10 años, en 2015, Europa bajo el impulso de la canciller Merkel acogió a casi un millón de personas de Siria y Afganistán, en su práctica totalidad de religión musulmana. Más recientemente en 2022 los distintos países de la UE acogieron a cerca de seis millones de personas procedentes de Ucrania, ciertamente que blancas, rubias y en su mayoría de religión ortodoxa.

Sin embargo, una campaña continuada de odio y rechazo al migrante por parte de los partidos de ultraderecha europea, incluido VOX, está intentando darle la vuelta a esa actitud de apertura, arrastrando a otras fuerzas políticas de derechas, como es el caso del PP español.

En España no ha habido nunca un problema con la migración ni una tradición antimigratoria, sino que, por el contrario, ha sido desde hace más de un siglo un país de migraciones, tanto de los españoles a América Latina y a Europa, como cuando empezamos a recibir a inmigrantes de otros países, Su aceptación e integración progresiva en nuestra sociedad nunca creó problemas sustanciales.

En los dos últimos años VOX y otras organizaciones de extrema derecha vinculadas con él han ido cambiando el clima social sobre la migración. La amenaza de la portavoz de VOX de deportar a ocho millones de inmigrantes incluidos sus hijos nacidos en España, los incidentes de la “cacería del migrante” en Torrepacheco, la prohibición de utilizar un edificio público en Jumilla para prácticas religiosas de la comunidad musulmana, la continua identificación de migración y delincuencia, las concentraciones ante centros de acogida a menores en Madrid y otras ciudades, la amenaza de hundir al barco Open Arms si continuaba salvando vidas en el mar, y otras muchas manifestaciones de odio y demonización de los migrantes, han venido generando en el imaginario de una parte de la ciudadanía la idea de que en España la migración es uno de los problemas más importantes que tenemos.

El barómetro del CIS de septiembre de 2024 situó la inmigración como el primer problema para los ciudadanos, cuando pocos meses antes ocupaba el noveno lugar, si bien en julio de 2025 pasó al octavo puesto y en el más reciente de septiembre al tercer lugar en las preocupaciones globales de los encuestados. Pero en todos los casos cuando se les ha preguntado si les afecta directamente, la inmensa mayoría no lo ve como un problema personal. Se puede decir que no hay un problema real, sino en gran medida creado artificialmente.

Pero no se trata sólo del odio estigmatizador del migrante que rezuma el discurso de VOX, sino de la asunción de ese discurso por parte del PP, cada vez más decidido a competir con aquel para arrebatarle esta bandera. Recientemente, el PP aprobó con gran boato y solemnidad la llamada Declaración de Murcia, una proclama antimigrantes que partiendo de la vinculación de migración y delincuencia, proponer medidas que ya están en el Código Penal como la expulsión de quien cometa graves delitos, ignorar que los migrantes irregulares no tienen derecho al Ingreso Mínimo Vital e insistir en el cierre de fronteras, como si se pudieran cerrar los mares y océanos. La novedad es proponer un “visado por puntos” como vía para favorecer la inmigración latinoamericana -blanca, cristiana y que habla español- y cerrar las puertas a la africana, especialmente a la subsahariana, que es de raza negra y mayoritariamente musulmana. Además de oponerse ahora a la ILP de regularización de migrantes, cuya tramitación parlamentaria habían apoyado con anterioridad por presión de la Iglesia.

Creo que lo más significativo de los últimos movimientos de VOX y PP es que lo fundamental ya no es la vinculación de migración con delincuencia, por más que sigan refiriéndose a ella y busquen explotar hechos concretos, incluso fomentando bulos. Porque los datos de la evolución de la criminalidad en nuestro país en los últimos quince años son apabullantes: habiéndose incrementado la población de origen migrante en un 50% de 2010 a 2025, no se ha generado más delincuencia, sino menos, y España sigue siendo uno de los países más seguros. Tampoco se sostiene con los datos que las personas migrantes nos quiten los empleos, se aprovechen del uso de los servicios públicos, ni que reciban “paguitas” que no hubieran previamente cotizado. Por lo demás los informes más solventes nacionales e internacionales son unánimes en su aportación clave a la mejora de nuestra economía y al crecimiento del empleo.

La clave antimigratoria que las derechas ya no ocultan es la cultural, la defensa de la que llaman “identidad española”, teóricamente amenazada por la presencia extranjeros. La “cacería del migrante” en Torrepacheco fue un movimiento claramente racista y xenófobo; la exclusión de la comunidad musulmana en Jumilla, votada por PP y VOX y avalada por el PP nacional, se justificó “por tratarse de una práctica cultural ajena a España” e “incompatible con la identidad y usos y costumbres españoles”; la expulsión de varios millones de migrantes y de sus hijos propuesta por VOX se intenta fundar en que no se adaptan a “nuestros usos y costumbres”, puede desaparecer la Nación española y “tenemos el derecho a querer sobrevivir como pueblo”.

Y la propuesta última del PP, siguiendo a Ayuso, de favorecer a los latinoamericanos frente a la inmigración africana se justifica también en que esta última es ajena a nuestra cultura. Se trata de una asimilación condicionada a quienes encajan con el modelo identitario dominante, mientras se excluye a quienes son percibidos como diferentes.

Ese discurso de demonización del migrante se basa en una identidad española cerrada y excluyente, un nacionalismo identitario que proclama su esencia blanca y cristiana y además culturalmente tradicional. De ahí que la extrema derecha viene hablando de mitos como el riesgo de “sustitución étnica”, un término de clara connotación supremacista, o de la teoría del “Gran Reemplazo”, popularizada por el escritor francés Renaud Camus y defendida por políticos de extrema derecha como Éric Zemmour y el húngaro Orban. Su tesis es que hay un complot para cambiar nuestro modelo social, de blancos y cristianos, y que la población europea será paulatinamente sustituida por personas de origen no europeo, magrebíes y africanos y de religión islámica.

E insiste en lo que llaman un proceso de “remigración”, la expulsión de millones de extranjeros, concepto ideado por la extrema derecha alemana y asumido por Alternativa para Alemania (AfD), ligado a un concepto de pueblo con criterios étnicos.

Es la propia idea de ciudadanía democrática la que está en juego, que se construye sobre el pluralismo social y político, abierta a la integración de ciudadanos de distinto origen étnico y religioso.

En otros países europeos se han planteado posiciones y debates similares al que las derechas españolas nos han arrojado, debates que se relacionan íntimamente con la creación de una identidad europea común.

Así, el nacionalismo alemán también ha intentado imponer la cultura “nacional” como “cultura rectora”, que frente a turcos y sirios se vincula a la tradición judeo-cristiana, a la que deberían plegarse las personas migrantes. Ha sido Jürgen Habermas, probablemente el intelectual europeo vivo más importante, quien se ha opuesto con más claridad a estas posiciones, afirmando que “tenemos que superar la opinión de que los inmigrantes supuestamente deben asimilar los ”valores“ de la cultura mayoritaria y adoptar sus ´costumbres`”, entendiendo por el contrario que “no puede haber integración sin ampliación del propio horizonte, sin la disposición a abrirse a un espectro más amplio de olores e ideas”.

De ahí que se muestre a favor de lo que se llama “cultura constitucional”, es decir, el sometimiento a la Constitución y las leyes, con los valores que las sustentan, libertad, igualdad, derechos fundamentales. Llega a decir literalmente que lo que el Estado liberal debe exigir a sus inmigrantes consiste en “aprender el idioma del país y respetar los principios constitucionales”. En definitiva, ciudadanía democrática frente a “cultura nacional”.